Poesía, literatura, pintura, viajes, historia del arte, medicina, política... Un poco de todo y un poco de nada.

domingo, 21 de octubre de 2018

(Próximo SLAM de Poesía 26/10/18)

NOSOTRAS

El maldito despertador.
El espejo.
El exfoliante facial, la base de maquillaje, la sombra de ojos, el colorete.
El pintalabios más caro de la historia.
El vestido perfecto.
El no desayunar.
El café, con sacarina.
Las miradas.
El miedo a las miradas.
¿Qué me pasa? ¿Se me habrá corrido el maquillaje?
Contestar mails de trabajo en el tren, en el bus, por la calle, yendo a comprar el pan...
La lista de la compra mental, siempre actualizada.
La agenda a reventar.
Pensar en qué comerán los niños antes de pensar en qué comerás tú.
El por supuesto, jefe, ahora mismo voy.
El miedo.
El carmín en la solapa.
Tacones desde los dieciséis, juanetes desde los cuarenta, y desde los sesenta tanto dolor que hay días en los que no puedes ni levantarte la cama.

El bótox, el lifting, la crema antiarrugas por setenta euros,
arreglarse las cejas, las tetas, los labios,
quitarse un poco de aquí, un poco de allá, tirar de esta piel, de esta arruga, de aquella de allá…
Y, al final llega un día en que te mires al espejo y no te reconozcas.


El vientre estéril y las preguntas, las malditas preguntas.
El: “no se es mujer del todo hasta que no se es madre”
“¿cómo puedes no querer ser mamá, si te cambia la vida?”.
“ya cambiarás de idea y te empezará a sonar el reloj”
“espabila, guapa, que se te va a pasar el arroz”


O el “habrías llegado tan lejos si no hubieras tenido hijos”
“qué exagerada, si tener niños es lo más bonito de la vida de una mujer”
“qué lástima, con lo inteligente que tú eres”
“qué lástima, con la carrera que tenías por delante”.


Las normas.
Las férreas normas.
Siempre ceñidas a este cinturón de castidad imaginario, siempre en el ring peleando a puñetazos…
Siempre recibiendo arañazos,
siempre,
contra viento y marea,
una de cal, y otra de arena.
Delicada como una flor obediente,
pero siempre, siempre fuerte.
Independiente,
pero en silencio,  
perfecta,
pero sin ocupar espacio, sin llevar tiempo, sin pedir nada.


Y te dirán: No levantes la voz, las señoritas no gritan, no digas palabrotas, no te sientes con las piernas abiertas, no corras, no saltes, no te ensucies, no te lances, no le beses, no te dejes, no protestes, no te quejes, no denuncies, no te vayas,
Cállate.
Muérete.
Hazte transparente.


La mano del hombre al que amas

volviéndote la cara.
Las lágrimas.
La ropa interior rasgada.
El silencio.
El puño del mundo en tus entrañas.


Y mientras seguimos obedeciendo, y esperando, 
nos siguen matando. 
Pero a nosotras no nos matan los hombres,
los hombres sólo accionan el gatillo, o empujan el cuchillo
A nosotras nos mata el patriarcado,
ese monstruo que quiere borrar de la faz de la tierra a la mitad del mundo; la mitad del mundo que grita, que chilla, que patalea,
la mitad incómoda del mundo.


la mitad del mundo que da vida.

Nosotras.


Nosotras que os hacemos la comida, os lavamos las camisas, os limpiamos la cocina, os llevamos las bebidas, parimos a vuestros hijos, cuidamos a vuestras madres, nosotras que os damos clase, nosotras que estudiamos para curar vuestro cáncer, a nosotras…


Dejadnos vivir,

o vais a lamentarlo.

domingo, 9 de septiembre de 2018

Era tarde, es todo lo que recuerdo.
Era tarde y yo era nueva.
Y ellos entraron por la puerta y todo se iluminó.
Ella joven, hermosa, con el pelo por la cintura y un brillante anillo en el dedo.
Él delicado, con una voz musical y unos ojos centelleantes hundidos en unas bolsas de piel alarmantemente pálida.
Se miraban entre chispas, con el peso de ese amor recién estrenado y recién comprometido, con los ojos tensos y el corazón en un puño.
- ¿En qué puedo ayudarte?
- Tengo el mentón dormido.
Alzo una ceja. Qué curioso, casi un síntoma menor, algo que sería difícil tomar en consideración o dar importancia. Quizás, si él no hubiera seguido hablando, le habría recomendado acudir a su médico de cabecera y le habría tranquilizado, mandándole a casa.

Pero siguió hablando.

- La verdad es que llevo como un mes con un dolor de cabeza un poco molesto. Me duele casi cada día, por aquí - se señala la frente - y apenas se me pasa con un calmante. Hace un par de días tuve una crisis fuerte de dolor, y desde entonces tengo toda la barbilla dormida. - Se encoge de hombros, como quitándole importancia al asunto.
- Verá, doctora, venimos del viaje de novios... Nos casamos hace un mes y medio - ella sonríe mientras lo menciona casi por casualidad -  y está muy cansado. Cada día estaba peor, incluso con dificultad para respirar, y algunas noches ha tenido fiebre.

Se me encendió la bombilla roja. Recuerdo el corazón acelerado y el cerebro trabajando a mil por hora. Pero no puede ser, me decía a mí misma, es demasiado joven. Seguramente no sea más que una gripe, o una mononucleosis, quién sabe, pero este chico es demasiado joven para tener algo más grave, me decía a mí misma mientras le reconocía.

- ¿Qué puede ser, doctora? - me preguntó ella, hablándome de usted a pesar de que tendrá cinco o seis años más que yo (que, en aquella noche calurosa, contaba con veinticuatro años).
- No tengo ni idea - le contesté, mirándola a los ojos, con honestidad - pero no os preocupéis, vamos a hacerle una analítica general y luego llamaré al especialista para que me dé su opinión. Vamos a asegurarnos de que todo anda bien.

Ambos sonrieron ante mi sinceridad, y el aire pareció aligerarse un poco. Se tranquilizaron, y esperaron a las pruebas. Cuando llegaron los resultados, no pude darles buenas noticias. La analítica era una auténtica catástrofe, y antes de que yo pudiera ni siquiera pensar en qué podría estar pasándole a aquel chico, los compañeros de Medicina Interna lo habían ingresado a su cargo. Cuando terminó la guardia y pude respirar, leí y releí su nombre en las etiquetas identificativas tantas veces que terminé por aprendérmelo. La nube negra, el presagio ominoso, flotaba aún en mi consulta incluso horas después de haberse marchado.

Pasaron tres o cuatro días, y no podía quitármelo de la cabeza. Una mañana no resistí más y consulté su historia clínica. Cada frase que leía me quitaba un poco más el aliento. Sospecha de síndrome linfoproliferativo. Pendiente de TAC de cuerpo entero. Masa mediastínica que invade estructuras vasculares. Pendiente de resultado de biopsia. Linfoma.

A aquel chaval recién casado se lo estaba comiendo un cáncer. Un maldito cáncer.

¿Y qué hay de la barbilla dormida?, me pregunté.

El tacto, el frío, el calor, toda la sensibilidad es vehiculada en el cuerpo humano por distintos nervios. Esa diminuta red de cableado amarillento se extiende como una tela de araña por debajo de nuestra piel, y cada cable tiene su propio nombre. El que recoge las sensaciones de la barbilla se llama nervio alveolar o lingual, y es rama de otro nervio que parte de la base del cráneo. Cuando hay alguna enfermedad extendida por la base del cráneo o por los finos tejidos que la recubren, las meninges, pueden aparecer este tipo de síntomas.

El cáncer no sólo se lo estaba comiendo desde el pecho, sino que también había plantado semillas en su cerebro. Todo cuadró: el dolor de cabeza, el cansancio, los mareos, la fiebre.

Me recuerdo subiendo las escaleras hacia la quinta planta, donde estaba su habitación, y encontrarme con su recién estrenada esposa bajando la escalera. Le sonreí.

- ¿Cómo estáis?
- Ah, hola... - me saludó distraída - Bien, bien, bueno, vamos tirando. - Me dedicó una de las miradas más tristes que he visto en mi vida, y siempre la recordaré allí, en medio de la escalera, dos escalones por encima de mí, mirándome con el peso del mundo sobre sus hombros.
- Subía a saludaros. He estado leyendo un poco la historia en el ordenador - suspiré - ¿qué os han dicho?
- Cáncer. Y de los malos. Mañana empieza la quimioterapia.
- ¿Él lo sabe? - pregunté, sin saber qué respuesta esperaba.
- Sí, más o menos. No pregunta mucho, no tiene muchas ganas de ver a nadie.
- Claro, es normal - bajé los hombros - entonces no le molesto. ¿Te importa decirle que me he interesado? Dentro de unos días volveré a subir, a ver si está más animado.
- Por supuesto que se lo diré. Me ha preguntado por ti esta mañana.

No pude evitar una sonrisa triste. Normalmente los médicos debemos mantener la neutralidad con los pacientes y evitar implicarnos demasiado con ellos, pero aquella mañana ni ella ni yo pudimos evitarlo y nos fundimos en un abrazo breve e intenso.

No volví a verla hasta dos meses después. Yo caminaba por el pasillo del hospital hacia mi consulta de guardia, y la vi de espaldas, con el pelo recogido en una coleta y una camisa blanca. A su lado, un hombre delgado y blanco como la nieve en silla de ruedas, calado con una gorra hasta las cejas y cubierto por una mascarilla. Sólo se veían los ojos; había perdido hasta el pelo de las cejas y las pestañas.

No puede ser él, me dije.

No puede ser.

Pero era él.

Temo el día en que la vea a ella, y sólo a ella, caminando por los pasillos. Ojalá nunca llegue ese día.

[Llamadme la reina de empezar proyectos y nunca terminarlos. ¿Por qué será que mi cerebro crea cientos de ideas nuevas, pero luego nunca soy capaz de terminarlas?]


1. El nacimiento



- ¡Vamos, ahora tienes que dar un empujón muy fuerte! – dice la matrona mientras agarra la mano de Marina con fuerza - ¡tú puedes, ya está casi! ¡a la de tres! ¡una… dos… y tres! ¡¡EMPUJA!!

- No… No puedo… ¡No puedo más! – dice Marina mientras empuja con toda la fuerza que su exhausto cuerpo le permite.

Lleva dieciocho horas de parto, y a cada minuto se siente más cerca de desfallecer. El dolor que la atraviesa desde las ingles hasta la cabeza es indescriptible, y siente que su cuerpo se está partiendo en dos de lado a lado. Empieza a llorar de nuevo.

El olor que impregna el paritorio es denso y una mezcla extraña entre acre y dulce. Domina el olor pesado de la sangre que se acumula en el suelo, y de fondo flota olor a heces, a sudor, a lágrimas, a desinfectante hospitalario, e incluso por los resquicios de la puerta se cuela el olor a limón del friegasuelos del pasillo. El estudiante de medicina que observa la escena pegado a la pared del paritorio huele a tabaco, la matrona huele a colonia de flores, el ginecólogo que pelea por la vida del bebé entre las piernas abiertas de Marina huele a sudor y a falta de sueño. El olor es tan denso que empaña las ventanas.

- ¿Cómo vamos, Doctor? – pregunta la matrona.

- Estamos en ello – contesta él, dedicándole una mirada tensa y ¿avisadora? – Marina, no decaigas, lo estás haciendo estupendamente. Creo… - cavila un momento y traga saliva.

- ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Pasa algo? ¿Mi bebé? – Escupe Marina, incoporándose sobre el potro y mirando al médico por encima de su vientre y entre sus propias rodillas. Sus ojos son anhelantes y desesperados, y llora sin parar.

- Ya tengo la cabeza – le contesta el médico - ¡¡EMPUJA!! – grita.

Marina, finalmente, reacciona. Toma aire por la nariz de forma ruidosa y expulsa, por fin, todas sus energías restantes por ese cañón de sangre y vida que se le ha formado entre las piernas. El alivio es instantáneo: siente una presión que aumenta hasta un pico insoportable y, en menos de un segundo, desaparece. Ahora pesa tres kilos menos, y respira con más facilidad, y no puede parar de llorar, pero al instante la invade la ola de oxitocina y comienza a reír descontroladamente. Levanta la cabeza, temblorosa, y deja de reír al instante cuando no ve al médico entre sus piernas. Tampoco oye nada. Debería oír algo, un llanto, un gemido, algo. La matrona, el estudiante de medicina, el médico, un enfermero y dos doctoras jóvenes salidas de la nada se agolpan alrededor de la cuna blanca. Marina sólo ve sus espaldas, no puede ver a su hijo, y tampoco lo oye. ¿Por qué no lo oye?

- Pásame las pinzas, Ana – dice el médico con voz grave. – Y el Ambú.

- Ahí lo llevas. – una de las doctoras jóvenes le alcanza las largas pinzas, así como una especie de globo azul de plástico conectado a una minúscula máscara y a una toma de oxígeno en la pared – Dale la vuelta y estimúlalo, a ver si… - se interrumpe y lanza a Marina una fugaz mirada por encima del hombro.

- No – responde el médico – necesito una cánula Guedel ya. Y que alguien avise a UCI.

- Guedel – dice la matrona conforme le alcanza un tubo de plástico minúsculo – voy a por el monitor. Lucía, avisa tú a UCI – se dirige ahora a la otra doctora joven.

- Ahora mismo – responde ella - ¿Vas a iniciar RCP? – dice mientras saca un teléfono móvil del uniforme verde de hospital y marca un número de cuatro cifras.

- Sí – responde el médico – no hay respuesta. Está muy cianótico y… mierda, mierda – dice con voz grave – le están saliendo petequias. ¡Joder!

Marina vuelve a llorar. Sigue sin ver a su hijo, pero ahora la espalda del médico se mueve arriba y abajo rítmicamente, sus hombros se hunden unos centímetros y vuelven a subir. Marina no sabe lo que está haciendo, pero se lo intuye. Y todavía no oye a su hijo.

De repente, un dolor súbito y una sensación de plenitud muy incómoda la invade de nuevo. Siente como si estuviera pariendo de nuevo, y un chorro de sangre caliente se le derrama entre los glúteos. Lanza un grito de dolor, y las doctoras jóvenes se vuelven hacia ella.

- Mierda, la placenta – dice Ana – me pongo con la mamá, ¿de acuerdo, doctor?

- Claro – concede él.

Cuando la doctora se retira del muro de espaldas, Marina ve por primera vez a su bebé; o, mejor dicho, una parte de su bebé. Unas piernecitas rechonchas se sacuden espasmódicamente al ritmo de las compresiones del médico. Marina lanza otro grito cuando, tras adaptarse sus ojos a la luz, se da cuenta del enfermizo color morado oscuro de las piernas de su hijo.

- Tranquila, querida. Vamos a sacar esta placenta, ¿vale? Y antes de lo que imaginas esto estará hecho – le dice la doctora con una sonrisa y acariciándole la mano. Acto seguido se sienta entre sus piernas y tira gentilmente de la masa de sangre y tejido que se desliza fuerza de Marina.

- ¿Está muerto? – dice ella con voz seca – decidme algo, por favor – implora.

Justo en ese momento, una tosecita aguda y débil se escapa de la boca del bebé, y acto seguido un gemido largo y agotado. Al menos es algo, se dice Marina.

- ¡Venga! – exclama el doctor - ¡Aguanta, pequeño! – rápidamente le encaja la máscara en la cara y comienza a apretar el globo azul de forma rítmica. – sacadme una gasometría urgente, por favor – pide al aire.

- UCI ya está aquí – dice la doctora, Lucía, asomando la cabeza por la puerta.

Un segundo después, la pequeña estancia blanca se ha llenado de gente. Al menos seis hombres y mujeres vestidos con uniformes azules se arremolinan alrededor de la cuna, y desplazan rápidamente al estudiante de medicina y a la matrona. Hablan entre ellos, y a pesar del aparente caos todos parecen tener claro su papel. Un doctor con barba y gafas de carey está sacando de un carro que han traído unos tubos envueltos en plástico, y en la mano lleva un instrumento metálico con forma de ele. Una doctora con una apretada cola de caballo y el pelo veteado de canas tiene la cabeza inclinada hacia el ginecólogo, y hablan prácticamente en voz baja. Marina apenas escucha algunas palabras sueltas, y no las comprende. La voz del médico con gafas de carey se alza sobre el murmullo general, y Marina sí oye esta palabra: Intubamos. Puede ver claramente cómo el médico toma entre las manos el instrumento con forma de ele y lo encaja en la boca de su hijo, abre uno de los tubos de plástico y lo desliza dentro de la boca del pequeño. Esto es lo último que soporta: lanza un grito, siente cómo su vista se nubla y siente una sensación de calor y mareo que le sube hacia el cuello. Deja caer la cabeza hacia atrás y pierde el conocimiento.

sábado, 18 de agosto de 2018

Recaída

Tristemente, esta noche inquieta me ha traído de nuevo a cantar
sobre las plumas manchadas de sangre de las águilas,
sobre el vello erizado del oso salvaje,
sobre la noche que no acaba.
Me ha traído de nuevo a confesar
que vuelvo a mirar un crepúsculo infinito,
que llego tarde a casa porque me quedo en el puente observando los coches que pasan,
que tengo miedo a las páginas del calendario que descansan en la basura,
y a empujar hacia atrás las manecillas del reloj.
Y tengo que confesarte que el miedo es el culpable,
de mis puñales,
de mis espinas,
de mis palabras mal pensadas.
Que por culpa del miedo hablo pus y sangre y te hago daño.

Y tengo que pedirte perdón, porque esta vez
ha sido rápido.
Esta vez lo sé.
Y tengo las garras en las manos, y créeme
que voy a arrancarle otra vez el corazón a mis demonios.

Quédate conmigo, tendrás que ayudarme a esconder los cadáveres. 

sábado, 11 de agosto de 2018

Que tenemos que hablar de muchas cosas.

Algún día,
alguna noche,
tendré que sacar tiempo y valor de debajo de la cama
para contarte tantas cosas que ahora callo.
Tendré que respirar, y decirte
por qué algunas noches tapo los espejos de mi casa,
y los rompo,
y después me limpio la sangre de los nudillos a lametazos estoicos.
Tendré que contarte
que quizás no soy tan grande, ni tan fiera,
que quizás no estoy curada,
que quizás me salvaste, de verdad, la vida;
no metafóricamente,
literalmente,
literariamente.

Alguna mañana soñolienta, te contaré
que realmente soy buena cocinera, pero me pierde el deseo de agradar
y, a veces, la impaciencia.
Que no mido las cantidades al hacer repostería,
y por eso nunca me sale bien,
pero siempre me resulta divertido.
Te contaré que mi casa no está tan limpia cuando tú no vas a venir
y que no leo tanto como presumo, ni tanto como quisiera,
pero sí pienso más de lo que quisiera
y hablo más de lo que debería.
Te contaré que siempre tengo un hueco en el estómago para un poco de chocolate,
y para darte un bocadito en el hombro y saborearte.

Alguna tarde de domingo, profunda y absurda, me armaré de paciencia
y, resignada, te contaré
por qué a veces te busco en exceso,
por qué, en medio del silencio, siempre tengo una palabra estúpida
para romper la paz,
porque no me soporto.
Te contaré que miro atrás y me añoro, y me odio, y me siento como un molde de la sombra de la otra yo, y me revuelvo, y tengo un huracán en el estómago,
y te diré con la boca grande y profunda,
que quiero verte cada tarde porque sólo cuando me abrazas se calma el huracán.
Te contaré por qué no puedo oír ciertas canciones,
y por qué no puedo hablar de ciertas cosas,
y por qué no te dejo que pases los dedos por ciertos rincones,
y te contaré qué son las cicatrices de mis muslos.


Ojalá quieras escuchar todas esas cosas,
y ojalá no te dañen las respuestas.
Y ojalá te quedes a mi lado, porque
tengo todavía muchas cosas que contarte.

sábado, 28 de julio de 2018

Vuelvo a casa, y ahí estás.
Quieto, tranquilo, esperándome en mi cama. Con el pelo algo más largo y la barba despeinada, con los labios igual de suaves y las manos igual de dulces, ahí estás. Y te doy la vuelta, y gracias, gracias, gracias, no sé a qué dios debo dar las gracias, porque la curva de tu cuello sigue siendo igual de vertiginosa y ahí sigue tu espalda infinita y tu suave costado y tus largos fémures.

Gracias.

miércoles, 11 de julio de 2018

Y cómo hablar del peso de mi mano en tu cadera,
sin hablar del tiempo que hace hoy.
Que parece que se esperan chubascos dispersos en mi lado de la cama.
Que soy una leona, sí,
pero cómo hablar del peso del silencio en mi corazón lleno de heridas.

Mientras pueda respirar, aquí te espero. 

domingo, 24 de junio de 2018

Aprendí a quererte como quiero a mi madre: con resignación. Conformándome. Porque la tengo, porque te tengo, y sólo por tenerte los astros están alineados y el cosmos merece fiesta y ofrendas y fuegos artificiales. Porque, como mi madre me enseñó, aprendí a ser agradecida y celebrar cada partícula. Porque la tengo, porque te tengo, no voy a ser además tan engreída como para pedir que este amor sea real. Porque, como buena niña adolescente, aceptaré las migajas y me diré "completa" *. Porque qué más da, si me quieren, mientras me quieran, qué más da que me quieran bien o mal, mientras me quieran.





* Olivia Gatwood - Teenage girls. 

Telarañas



domingo, 17 de junio de 2018

Ryanair: low expectations, made simple.

Me sorprendo a miles de metros de altura
hablando de nuevo de tu perfil cincelado,
de tus manos morenas,
de tus ojos,
del complejo ovillo de lana que forman tus rizos, tus miedos, tu inseguridad, tu dulzura,
de tu dedo meñique.
de tu amor por la música,
de ti.
De cómo te has convertido con el paso de los años en un cofre inexpugnable cerrado con siete candados,
y de cómo no descansaré hasta abrirlos
o hasta que al cofre le salgan patas y se escape corriendo por el pasillo
y yo me quede aquí.
Sola, sin más que hacer que lamentarme
por todas las flores muertas, los regalos sin venir a cuento que nunca intercambiaremos, las tardes pasadas a media luz en mi cama que nunca volverán a repetirse, todas las veces que no te devolveré a casa de noche en mi coche antiguo y ya no cantaremos juntos, todos los besos que nunca más me vas a dar, los conciertos a los que no iremos, y no podrás reírte de que me he tomado una cerveza de más, ese viaje a Dublín que nunca vamos a hacer juntos, todo;
Y lo cocinaré todo en los fuegos del infierno y me lo tragaré todo de un bocado, y quedará para siempre en mi estómago el peso de las cosas que nunca hicimos.
Me dices que tienes miedo de permitirte amarme porque no me quieres hacer daño,
y yo me muerdo las mejillas para no gritarte
que no puede haber nada más yermo que esto,
nada peor que amar a alguien que no te corresponde,
y mírame, aquí sigo, sonriendo.
En su lugar, te digo
que he superado cosas peores, que me han roto el corazón y he conseguido recomponerlo y amar de nuevo, que salí del infierno así que saldré de ti, quizás algo despeinada y con algún arañazo, pero saldré, y volveré a amar, y volveré a intentarlo, y seguramente volveré a cometer los mismos errores.
Porque yo misma soy un error, un conjunto deforme de taras y carencias, un bulto en el espejo.
Porque sí, quizás sea cierto, quizás me olvide de tus manos, de tus ojos imposibles, de tus largos fémures y de tu voz redoblada, quizás me olvide de las salas de conciertos, de compartir palomitas contigo, de aquel fin de semana en Edimburgo, de las tardes en mi cama, del tacto de tu piel, quizás, pero joder, qué aburrida va a ser la vida una vez que te hayas ido.

Y por qué, maldito corazón angustiado, dime por qué mis manos sólo dibujan miserias y manchas negras. Por qué te miro y parece que ya te estás marchando. Por qué mi estómago me pide escribir sobre tu pérdida, aunque aún puedo besarte cuando quiera, por qué este corazón vacío y anhelante de ti no emana más que tóxica impaciencia, por qué todos los poemas suenan a despedida.

Quizás sea porque cada día me dices adiós un poquito, aunque tú no te des ni cuenta.
O quizás realmente no pase nada, que a veces todo es tan normal, y al final te asustaré y haré que te marches usando estas manos llenas de ventosas, y esta boca llena de preguntas.

sábado, 9 de junio de 2018

Esta noche hay tormenta en Alhucemas.

Esta noche hay tormenta en Alhucemas.

Así solventa Google la polémica, y así termina de un plumazo con el misterio de esos destellos amarillos que vemos al final del horizonte, más allá del mar opaco. Ya no es el fin del mundo, ni la venida de algún monstruo Lovecraftiano, ni la muerte de una estrella.
Es sólo que
esta noche hay tormenta en Alhucemas.

Sin embargo, seguimos imaginando, inasequibles al desaliento.
Aunque llevar una carta estelar en el móvil no deje lugar a dudas de que aquella, seguro, es Júpiter, y debajo, Antares (y yo, tonta, pensando en que era la estrella polar, aunque estemos en Junio). Y mira, justo encima de nosotros, la osa mayor, y al lado, Vega.
Y otra, más allá, extinta. Recibimos aún su luz a modo de herencia extemporánea. Quién pudiera morir y dejar como cadáver sólo un punto luminoso.
Y te pregunto si irías al espacio, y me dices "por supuesto". No esperaba menos de ti. ¿Y habrá vida extraterrestre? Seguro. ¿Y serán como nosotros? Ah, ahí...
De fondo, la tormenta. En la punta de la lengua, cada palabra es un mordisco de hojalata. Al mismo tiempo, te observo, y te admiro, y me lleno de tu voz, y guardo cada beso en un sitio muy secreto. Y hablamos de la vida, del tiempo, del mundo, pero no de tus agujeros ni del cómo estás teñido de tristeza. O, al menos, yo desearía no haberlo hecho. Porque pregunto demasiado, demasiado, demasiado, y los dos lo sabemos.

Al final de esa noche, cae una lluvia fría y repentina, como un presagio, o un punto en la boca, o un punto final.

miércoles, 6 de junio de 2018

Qué bien le sienta a tu perfil cincelado este crepúsculo naranja, 
y estas nubes inflamadas y eléctricas, cómo recargan
las bobinas de mi pecho
y cómo cierran el circuito enlazado entre nuestras cinturas.

Yo te querré deshecho,
te querré en la roca viva,te querré en todos los versos
que no quieran tus pupilas,
yo te querré en la acequia, te querré en la cumbre fría,
te querré cuando el fantasma de tu voz venga a por mí.

lunes, 28 de mayo de 2018

A la vuelta de la próxima esquina
estará lloviendo,
esta nube negra y preñada que arrastro, siempre,
tres metros por delante de mí,
nunca se despeja.
Nunca me deja.
Esta inminencia de desastre,
este orgasmo preapocalíptico
nunca llega.
Nunca se resuelve. 

domingo, 27 de mayo de 2018

1

Por el camino empedrado que rodea tu ombligo, me pierdo. Me descolocas las señales y ya no sé si es un stop, si te tengo que ceder el paso, prohibido cambio de sentido o callejón sin salida. Apiádate de esta pobre chófer excesiva, que llevo un coche muy viejo y no sé cuánto tiempo aguantará antes de dejarme tirada.

2

Háblame del cielo de invierno y de la vida. Háblame de ti. Te escucharé, siempre, tu voz, tu forma de cantar, tus silencios. Esta noche cierro la ventana del dormitorio y el silencio se hace sólido, y me acuesto en el mismo espacio que anoche ocupaba tu cuerpo, y te siento respirar aquí mismo. Háblame. Dame un último beso.

3

La vida es una mierda. El mundo es un lugar perfecto para estar jodido. No tenemos trabajo, ni futuro, ni nada. Pero tenemos cerveza, y juegos de palabras tan ridículos que nos hacen llorar de la risa, y tenemos cada uno dos pares de piernas y brazos, y nos reímos mientras hacemos el amor. El karma es una putada. El mundo podrá quitártelo todo, pero yo no voy a dejar de hacer el payaso, para que nunca pueda quitarte la sonrisa.


Gracias por darle sentido a esta casa vacía vestida de domingo por la tarde,
gracias.
Gracias por dejar la marca de tus rizos sobre mi almohada,
y tu figura recortada en el sofá.
Gracias por tu olor en las sábanas,
gracias por el desorden.
Gracias por dejar tu voz resonando por el salón,
y por tu risa,
y por dejarme hacerte compañía.
Gracias por dejarme entrar. 

sábado, 26 de mayo de 2018

Tu esquela

Cariño, te escribo estas líneas para contarte
que escribo tu esquela
cada mañana. 
Que ojalá nunca hubieras pasado por mi casa, dejando ese hueco absurdo en el centro del colchón.
Que si no hubieras existido, los guantes que llevo en las manos serían mucho más gruesos, más abrigados,
que mi cuenta de Facebook tendría muchas menos fotos,
y mi cuenta de banco, más ahorros,
que tendría muchas menos heridas, menos arañazos.
Que, como la Edad Media a la ciencia, fuiste a mi vida un lastre:
quinientos años de retraso,
quinientos años sin poesía.
Que si no hubieras existido, sería mucho más estúpida,
amaría mucho más fuerte,
sería más inocente, más pequeña
y estaría más entera.
Bailaría más largo,
y oiría más música,
y también conocería menos esquinas de la cara oculta de la luna.
Y menos esquinas de esta cama infinita de sábanas negras.
Que si no hubieras estado de pie frente a la librería, yo
reiría más fuerte, fumaría más,
y que ahora, como en un reloj surrealista, o como en la vida de Benjamin Button,
el tiempo va hacia atrás
y cada día que pasa cumplo un año menos.
O eso quiero pensar.

domingo, 20 de mayo de 2018

Tu existencia es un oxímoron continuo,
y mi existencia es un escudo, un arma arrojadiza, y,
sin tí,
puramente contradictoria. 
En esta peligrosa mañana de domingo, me miro al espejo y veo a una chica guapa.
Veo veinticinco años, veo las ojeras y la cicatriz sobre mi labio, y veo también el cabello negro y brillante, desordenado, inocente, veo los ojos marrón cálido y la sonrisa plácida. Veo el exceso bajo la barbilla y las arrugas en la frente, pero también la nariz fina y la frente alta. Veo una cara agradable.

Es fácil alcanzar la paz cuando El Maravilloso Hombre Inseguro te dice continuamente que eres hermosa. Cuando usa la palabra "guapa" casi como una interjección o una sustitución de tu propio nombre: "guapa, ¿cómo estás?", "buenos días, guapa", "que descanses mucho, guapísima", y otros tantos. Como unas diez o doce veces diarias. Lo nunca visto, joder.

Sonrío.

Por fin.

Giro la cabeza y, oh, mierda, ahí está. La versión en miniatura de mí, retorcida y malévola, sentada en mi hombro balanceando los pies. Me mira y dice con su voz hiperaguda y chirriante: "¡no eres guapa, estás GORDA!". Y se echa a reír como una maldita psicópata en miniatura. Pongo los ojos en blanco tan fuerte que me hago cosquillas en el cerebro con mis propias pestañas, y la lanzo al otro extremo de la habitación distraídamente. Ojalá se haya espachurrado contra la pared y se haya muerto, la maldita. Me entra la risa al imaginar un mosquito aplastado contra la luna de un coche. Pero no ha habido suerte. La siento escalar por mi espalda con sus garras en miniatura, perseverante, inasequible al desaliento, incluso la muy perra aprovecha para morderme mientras asciende. Y, finalmente, se vuelve a sentar en mi hombro, se pone de pie y pega su nauseabunda boca a mi oreja derecha, y empieza a hablar con su voz bitonal y estrafalaria: "¿no te das cuenta? ¡Sólo te dice guapa porque no se acuerda de cómo te llamas! Es una fórmula de cortesía. ¿O acaso creías que lo pensaba de verdad?" Le entra la risa, y se cae hacia atrás sobre mi hombro soltando carcajadas. Suelto un resoplido y, antes de poder volver a intentar asesinarla, está hablando de nuevo: "¡tanto que te miras al espejo! ¿Acaso no te has visto? ¡Eres REPUGNANTE! ¡Tu familia se ríe de tí! ¡Tu antiguo novio te dejó porque estás gorda, y se aseguró de decírtelo bien claro! ¡Todo el mundo te mira cuando vas por la calle!". De nuevo le entra la risa. Me cabreo. Me está tocando las narices. La cojo de la cabeza entre mis dedos índice y pulgar, apretando fuerte en sus orejas, y la levanto delante de mis ojos. Patalea desesperada y agita sus diminutos puños sucios frente a mi cara. Balbucea algo así como: "¡te voy a machacar! ¡abusona!". Ahora soy yo la que se ríe.

La dejo en el suelo con cuidado, aunque sujetándola con el dedo índice para que no se escape. Coloco mi pie sobre ella y la piso, aprieto, la crujo, siendo su cráneo romperse en mil pedacitos bajo mi zapato. Algo gelatinoso se escapa por los lados. Ahora sí que parece un mosquito aplastado.

Suspiro, relajo los hombros. Volverá dentro de un rato, pero al menos tendré unos momentos de paz. Una pequeña victoria.

Suena mi móvil. Un mensaje de texto, por supuesto, del Maravilloso Hombre Inseguro, cómo no. Sólo contiene una palabra: "guapa".

sábado, 12 de mayo de 2018

Hermana, yo sí te creo

Sábado, 12 de mayo, 4:45 de la madrugada, Málaga. 
Vuelvo a casa. 
¡Vaya horas!, pensaréis, ¿dónde va una mujer sola a las cinco de la mañana un sábado? Si es que lo van pidiendo... 
Salgo de trabajar. Desde el viernes a las 8:00 de la mañana, cuando me puse la bata y el fonendo al cuello y empecé la jornada, hasta ahora, han pasado 20 horas y más de cincuenta pacientes. Salgo por la puerta de urgencias con la mochila al hombro y aún con el pijama blanco puesto, con su tímido toque de color en forma de escudo verde del Servicio Andaluz de Salud, porque hoy no he tenido fuerzas para quitarme el uniforme. 

Me duelen las piernas, los tobillos, la espalda, me duele la cabeza, estoy algo acatarrada y no he parado de toser en todo el día. Estoy deshidratada, llevo seis o siete horas sin beber agua. Al menos hoy he podido cenar algo. Estoy rendida, agotada, vapuleada. Soy una sombra. 

Voy pensando en ellos, como siempre. Voy pensando en los pacientes, en sus caras, en sus dolores y en sus analíticas catastróficas, rezando por no haber cometido muchos errores esta noche y por haber ayudado, al menos, a uno de ellos. Sí, rezando, porque cuando se trabajan veinte horas seguidas, el cometer o no errores depende casi únicamente de cómo de fuerte seas capaz de rezar. 

Subo la calle arrastrando los pies, giro a la derecha y veo la esquina de mi casa de lejos. Por suerte, vivo cerca del hospital. Apenas hay trescientos metros de calle, pero encuentro en mi camino un muro. Un grupo de personas, al principio me parecen una turba enfurecida, y luego parpadeo y me doy cuenta de que son seis o siete hombres (quizás ocho, o diez). Están sentados alrededor de un banco y sobre él, algunos de pie, y hasta hay uno que hace equilibrios imposibles sobre una papelera, como un funambulista borracho. El móvil de uno de ellos llena el aire fresco de la noche de una música machacona. Hay botellas por el suelo, bolsas de pipas, alguna chaqueta colgada. Uno se ha quitado la camiseta. 

Me han visto. 

Empieza a sonar música de película de miedo. Algunos vuelven la cara hacia mí, y gritan cosas. No les entiendo. No se mueven de donde están, gracias al cielo, pero gritan cosas. Oigo: "guapa", "dame tu teléfono", "vente para acá" y, lo más ridículo de todo, una frase demasiado compleja y muy mal construida sobre que a uno de ellos le duelen los testículos y necesita un reconocimiento médico. 
Me estoy empezando a cabrear. Levanto la barbilla y aprieto el paso. No les miro, pero no bajo los ojos. Que no huelan el miedo. Siguen gritando, pero no se mueven. Gracias al cielo. Me alejo, y los gritos se van apagando. Se ríen. Llevo las llaves en la mano, apretadas. Cuando llegue a casa veré las marcas de los dientes de la llave en la palma de mi mano. Abro el portal casi de una patada, como un placaje, con el corazón a cien y sabor a hojalata en la boca. Malditos cabrones. Tengo un cabreo de mil demonios. 

Cierro la puerta de casa y echo la llave. Suelto el bolso, me quito (por fin) el uniforme y me tumbo en la cama. Esta noche he tenido suerte, porque no se han movido y sólo querían gritar. Otras como yo no han tenido tanta suerte. Pienso en ellas. Aún oigo a los hombres reír y gritar, me llegan sus rugidos flotando por la ventana. 

Pienso en ellas. Ojalá hubieran tenido, como yo, tanta suerte. 

HERMANA, YO SÍ TE CREO. 



jueves, 10 de mayo de 2018

Buenas intenciones

Voy a aprender a sacarme los ojos esta noche y me voy a implantar dos microcámaras de vídeo  para tener testimonio fotográfico de cada una de tus sonrisas, y poder verlo y rebobinarlo por los siglos de los siglos, amén.
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Voy a aprender a mudar la piel como los lagartos, y guardaré en un cofre de fibra de carbono cada centímetro cuadrado en que tus dedos me tocaron y me apretaron y me atrajeron y me apretujaron y me quisieron más cerca.
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Voy a aprenderme de memoria cada vuelta de tus rizos y cada tendón de tus piernas y cada hueco de tu espalda y cada uno de tus lunares y todas las facciones de tu cara y cada relieve de tus brazos y me lo aprenderé todo tan fielmente que podré esculpirte en piedra con los ojos vendados.
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Voy a aprender física por tí, para darte tu velocidad igual a espacio partido por tiempo tiempo tiempo tiempo tiempo. Me pondré una bata blanca y barba de científico para explicártelo todo, sólo por hacerte reír.
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Voy a aprender a registrar en algún tipo de cápsula, o joya, o grabación, o rincón de mi cerebro, la vibración de tu susurro cantando en mi oído, y cada vez que has escuchado una canción tonta de amor y me has mirado directamente al fondo de los ojos.
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Voy a guardar en el cofre de las pequeñas cosas felices cada día que te vea, como esos besos rápidos que me das en los semáforos, o cómo no quieres que me separe de tí en la calle, cada sesión de cosquillas, cada polvo, cada masaje, cada vez que me has dicho guapa (y han sido muchas), cada uno de tus calcetines de rayas de colores, cada foto intercambiada, cada gota de sudor, cada cena juntos.
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Voy a aprender a apreciar más tus silencios que tus palabras, y que hoy ha sido la primera vez que tú me has preguntado: "bueno, ¿y cuándo nos veremos otra vez?", y los abrazos desesperados, y las siestas sobre mi pecho, y que te guste lo que sea que haya preparado para cenar.
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Voy a aprender a callarme.
Y voy a aprender a no hacer preguntas para las que ya conozco la respuesta. 

domingo, 6 de mayo de 2018

No sé qué me pasa, tengo una burbuja, una bola de chicle detrás del ombligo que se infla y revienta y se infla y revienta y se infla y revienta y no me deja dormir.
La burbuja me ha despertado esta mañana de domingo, un poco tarde, si se me permite la crítica;
ya hay luz en la calle, y gente, y niños, y perros que ladran, y motos, y hasta alguien que arrastra algún tipo de carro, o un cadáver de madera, quién lo puede saber. Un auténtico sinsentido.
En esta estúpida mañana de domingo pienso en pocas cosas, y todas son tú. Me preguntas qué plan tengo para hoy, y me invento alguna excusa de mierda, para que no te enteres de que todo lo que haré  se va a basar en darle vueltas a tus rizos con la mente y en pasearme por tu espalda con las manos en el aire, como si fueses un piano en medio de una zona de guerra.
Esta absurda mañana de domingo, este paréntesis innecesario en el fluir del calendario, estas veinticuatro horas sin pies ni cabeza, quizás, pasen más rápido si las lleno contigo.

sábado, 5 de mayo de 2018

50.000 visitas

50.000 visitas, 8 años de vida, 226 entradas (con esta, 227).

¡Muchas gracias a todos!

jueves, 3 de mayo de 2018

Año nuevo

Todos los días son año nuevo si lo piensas con ilusión.
Todos los días son año nuevo si pasaste la noche anterior pensando en suicidarte.
No os preocupéis, amigos lectores y amigos entre el público, este texto no es autobiográfico.
(Aunque podría serlo).
Anoche, a las 1 30 de la madrugada, estoy tirada en la cama con los ojos abiertos como platos y pesados como yunques, pensando en qué pasaría si cogiese el coche y lo aparcase en medio de las vías del tren. Sé lo que pasaría, pero lo sigo pensando, luchando obstinada contra el sueño.
Anoche, a las 2 30 de la mañana, me encuentro de pie en medio del pasillo, con los muslos goteando y mi fantasma de cabecera hablándome al oído. No sé qué hago aquí. Debería estar en la cama.
Me meto en la cama y la cama me quema, como me quema la piel abierta. Me queman los ojos. Me quema mi cuerpo. Me quema la piel cuarteada, las cicatrices, las malas decisiones.
Finalmente, me queman más los ojos que todo lo demás y termino por dormirme.

Todos los días son año nuevo cuando te despiertas nauseoso, confundido, preguntándote cómo es posible que no se te haya parado el corazón mientras dormías.
Todos los días son año nuevo cuando no ves más allá de las ocho de la tarde.
Todos los días son año nuevo cuando estás colgado de un árbol, sorprendido ante tanta violencia.

Cuando todos los día son año nuevo, un año artificial que empezó hace un año y un día y terminó anoche, sea uno de enero, cinco de mayo o quince de octubre, qué importa, el tiempo pasa más deprisa. Cada uno de mis años contiene trescientos sesenta y cinco años en uno, menuda muñeca rusa, ¿no? Cuando cada día es año nuevo, también, es difícil hacer balance, pero no imposible.

El año pasado fue el año de las lágrimas,
De las velas aromáticas,
El año de las listas de cosas que hacer,
De la cama vacía,
Y de la cama llena,
El año de la psicoterapia,
De las benzodiacepinas,
El año de la desesperación,
El año de la paciencia,
De las mascotas,
El año del amor,
De los tatuajes,
El año de las piernas firmes
Y de las agujetas,
El año de los vikingos,
De la locura,
De hacerte el amor.
El año de las malas decisiones
El año del insomnio
Y de los vómitos
Y del suero fisiológico
Y de las transfusiones
Y del coma inducido
El año del cautiverio.
El año de la supervivencia.

Ojalá el año que hoy empieza sea... Sea. Que sólo sea. Ni malo, ni bueno, ni mejor, ni peor. Sólo, que sea. Y que yo esté aquí para poder despedirlo, de nuevo, esta noche. 

miércoles, 2 de mayo de 2018

Cambio de armario

Estamos ya casi en mayo,
los días son cálidos y las noches aún de invierno,
pero se acerca el cambio:
las flores,
los festivales.
Quizás todo esto sea, al fin,
una catarsis.
Quemar tu pasaporte caducado,
sacar de mi casa los zapatos que olvidaste,
lavar por fin las sábanas en las que dormiste
la última noche,
desordenar los poemas que escribiste en la puerta de la nevera,
leer poesía y no recordarte,
escribir como una loca
(lo habrías odiado).
Leer cualquier cosa y no recordarte,
casi desafiante.

Ya no estás en casa.
Nunca me aprendí tu número de teléfono,
y por fin se me está olvidando el sonido de tu voz.

Rumiando por la casa, vagando por los cajones
y entre las sábanas
me he dado cuenta de que te llevaste muchas cosas.
Pero sólo
has dejado
de mí
lo mejor. 


sábado, 28 de abril de 2018

El sentido de la vida

Hay una especie de palpitar rojizo en el aire,
un no se qué
que entra por la ventana de mi cuarto al anochecer, pero sólo cuando estás tú.
Un aire rítmico, una tela suave que nos acaricia
y nos une
todavía más.
Hay un, no sé, un alma,
un estado de la materia:
sólido, líquido, gas, plasma, y estar contigo.
Hay un pentagrama,
un cuaderno nuevo,
un bote de tinta sin empezar,
un lápiz de color verde aún sin estrenar.
Hay un imán gigantesco
entre tus costillas y las mías;
una necesidad.
Hay un bol de cristal
que has venido y llenado de naranjas.
Tener dos sofás vuelve a tener sentido,
y lavar tu ropa en mi casa,
y empapar de tu sudor la ropa de cama.

Qué es esto que hay, no lo sé
pero está en tu ojo derecho
y tu mejilla que lo eleva cuando sonríes.
Está en los diecisiete lunares de tu espalda,
en tu pelo insaciable.
Está en tu abrazo profundo y en tus dedos rápidos,
en tus largos fémures.
It's in the water, baby.

Fleurs du mal - La destruction

Sans cesse à mes côtés s'agite le Démon;
Il nage autour de moi comme un air impalpable;
Je l'avale et le sens qui brûle mon poumon
Et l'emplit d'un désir éternel et coupable.

Parfois il prend, sachant mon gran amour de l'Art,
La forme de la plus séduisante des femmes,
Et, sous de spécieux prétextes de cafard,
Accoutume ma lèvre à des philtres infâmes.

Il me conduit ainsi, loin du regard de Dieu,
Haletant et brisé de fatigue, au milieu
Des plaines de l'Ennui, profonds et désertes,

Et jettte dans mes yeux pleins de confusion
Des vêtements souillés, des blessures ouvertes,
Et l'appareil sanglant de la Destruction!

Charles Baudelaire -1857

domingo, 22 de abril de 2018


Si un escritor se enamora de ti, nunca morirás.
Porque desde el día en que tocaste el marco de la puerta de mi casa, todo lo que encontraste detrás se convirtió en oro. Y cada centímetro cúbico de aire que respiraste en mi cama flota suspendido sobre mi cabeza, lleno de estrellas suspendidas, brillante y único. Y lo busco y lo inhalo de un bocado y la espera se me hace más llevadera. 


viernes, 20 de abril de 2018

¿Qué pasa?

Me haces preguntas difíciles,
Verdaderamente difíciles. Como cuando te miro, sonrío y te sigo observando, y tú me devuelves la sonrisa y me dices: ¿qué pasa?

Y yo entorno los ojos, sacudo la cabeza y digo: nada. Es más fácil decir que no pasa nada, que explicarte que pasan por mi mente cuatrocientas treinta y una mil novecientas ochenta cosas. Todas al mismo tiempo. Sí.

Podría decirte que estoy pensando en cómo tus ojos iridescen, verdes y azules, y cómo están surcados de rayos amarillos, como si tuvieras un sol en las pupilas. También pienso en que es una lástima cómo tu mejilla derecha sube un poco más que la izquierda cuando sonríes, aunque no es realmente una lástima. Es interesante.

Pienso en la curva imposible de tu barbilla, en cómo los lóbulos de tus orejas se acercan a tu cuello, quién pudiera también. Pienso en esa media sonrisa hacia la derecha, ésa que no enseña los dientes y que me regalas cuando nadie más nos ve. Pienso en cómo se me para el corazón cada vez que te estoy besando y abro los ojos, y te encuentro sonriendo y buscando mi boca.

Pienso en ti anoche, abrazándome fuerte en la cama, pienso en cómo ha podido vivir mi caja torácica sin tus brazos alrededor hasta hoy. Ese abrazo tuyo tan inexperto, es el más dulce que he sentido en mi vida. Pienso en tus labios, cantando libres en mi cama, lleno de vida y de fuego, chisporroteante, y yo escuchándote y alimentándome de tu música, como una suerte de pequeño animal eléctrico.

Pienso en los arrebatos de primavera. En los ojos color coca-cola. Pienso en que tu tic tac y el mío son el mismo son. Pienso que quizás, para ti también, la música ahora tiene un nuevo sentido. Y qué maravilla.
Pienso en tu loca melena desparramada sobre mi pecho, y tu voz que se acomoda y me dices que qué almohada tan suave. Y sonrío y me estremezco. Acomodate, siempre vas a tener un suave hueco para ti aquí.

Pienso en cómo tu voz profunda me transporta a casa como en un sueño, como una alfombra mágica, cómo apago la música y respiro bajito para que no se disuelvan tus notas. Pienso en que ojalá te vuelva a ver muy pronto.

Pienso en lo que pasa bajo las sábanas, pero eso ya es otra historia.

¿Ves como es más fácil decirte que no pasa nada?

martes, 17 de abril de 2018

Vida en monodosis

Las ventas de pañales para bebé bajan, bajan y bajan en picado.
Ya nadie compra pan de molde en formato "familiar".
Nadie quiere el "dos por uno, ahorre y llévese producto para toda la familia".
No queremos monovolúmenes, con sitio para las sillitas de los niños, no queremos sofás de cuatro plazas ni grandes mesas de comedor.
No queremos tres sombrillas de playa, diez sillas, las toallas para todos los chavales, las neveras hasta arriba de sandía, latas de fanta llenas de arena y una montaña de bocadillos desiguales.
No queremos excursiones con los primos, ni "habrá que coger los otros coches, porque si no, no cabemos todos".
No queremos ofertas de la vuelta al cole, treinta lápices de colores por el precio de veinte, cinco cuadernos con cuadritos grandes y cinco cuadernos con cuadritos pequeños por un precio increíble, no queremos dos mochilas con ruedas por el precio de una.
No queremos a la abuela teniendo que traer taburetes del sótano para que quepamos todos, ni la mesa de los niños en Nochebuena llena a reventar, no queremos el "juntaos un poco más, que los de los lados no salís en la foto".
Ya no queremos cafeteras italianas de ocho tazas de café ni grandes ollas para hacer guisos.

Ahora, queremos incansables el silencio.

Queremos auriculares para ir siempre aislados, sí, más aislados todavía. Ni cuando andamos por la calle solos y rodeados de gente sola queremos ni rozarnos.
Coches de dos plazas y el bolso en el asiento del copiloto.
Prepara una muda y una camiseta limpia y listo, ya está hecha la maleta en dos minutos.
Mesa para uno al fondo del restaurante, sí, en la mesa de detrás de la columna, para que nadie nos vea. Media ración de esto y otra media de aquello, que yo con eso voy bien, el menú es demasiada comida para uno solo.
Paquetitos de azúcar con sólo un terrón.
Tortilla de patatas envasada para uno. Bricks de zumo de naranja para llevar, listo para tomar, contiene una ración. Pack divisible. Cápsula de café directa a la taza, en un momento, sin problema, sin perder tiempo.
Sólo un cepillo de dientes en el lavabo. Sólo un peine. Sólo una toalla colgada de la puerta. Una ducha pequeñita, para qué quieres más. Cama de noventa, una almohada, una manta, un armario todo para tí, no tienes que compartirlo con nadie.
Tómate un sándwich y una coca - cola en cualquier sitio y entretente, que más da si llegas tarde a casa, si nadie te espera.
La cama fría, la casa a oscuras. La paz medio vacía. La incómoda comodidad.

Y cuando, más tarde o más temprano, te llegue la hora y se apaguen tus coronarias, te quedarás tirado en la cama, cada vez más frío, cada vez más rígido, y tu móvil puede que vibre con la llamada preocupada de algún amigo, o algún mensaje, pero nadie se preocupará hasta que pasen días porque "igual, si vive solo, estará liado con algo".

Y te irás como viviste: solo.





lunes, 16 de abril de 2018

Soneto a tus putos muertos.

Unas líneas llenas de bilis, pero muy liberadoras. Lo he venido en llamar "soneto a tus putos muertos".

Tú, aquel loco solitario y beligerante. Tú, el antiguo, el gran poeta grecolatino, el fundador de la academia de Platón. Tú, el falso ídolo, el dios de madera.
Tú, el que a todos juzgaba, el que rajaba de todos los chavales que escribían (como tú) por amor, por desdicha, por insomnio, por desidia, porque les daba la gana, tú
que te llenabas la boca de envidia y escupías, porque eran
mejores que tú.
Para tí, que todos los concursos que perdías estaban amañados, que todos los recitales a los que no ibas eran mediocres, tú.

Tú, con tus versos alejandrinos y tu métrica perfecta, tú
con tu mierda sin sentido.
Tú, que no emocionabas a nadie, que no te emocionabas ni a tí mismo, tú.
Tú que te odiaste más fuerte de lo que nunca llegaste a amarme a mí.
Tú, que me hiciste perder el tiempo,
el norte,
la vida,
la música,
la poesía.

Ahora, que te jodan a tí y a tus cánticos, a tus tercetos y a tus versos machacados, a tus sonetos imposibles y a tus sílabas vacías. Que te jodan, porque
estás solo en el desierto, y allí te vas a secar.
Solo, como siempre estuviste,
solo, como siempre quisiste estar.

Ahora, cierra la rima,
redondea el verso,
mide las sílabas
Y vete a la mierda.

sábado, 14 de abril de 2018

Neil Hilborn - Future Tense

Tu cuarto amor, tu primer amor verdadero, que te trajo paz cuando todo tu cuerpo era un arma.  
Haz que la lluvia no suene a nada. Haz que la lluvia no se parezca en nada a su voz. 
No te quedes solo. Cuando te quedes solo, no harás ninguna de las cosas que hacías con ella, así que no harás nada.  
Maravíllate ante como ella, la paciente jardinera, la que traía el sueño, la que preparaba el baño y encendía las velas, la que te hizo alguien que podría convertirse en alguien, ella que te hizo querer vivir más que nada en el mundo, y ahora te hace querer dejar el mundo, porque lo has visto. 
En ella has visto el color y la forma de tu vida perfecta. Y ahora los niños, la casa, las discusiones sobre manteles, todo se apaga. Como cosas dejadas al sol. Como cualquier sueño dejado expuesto a la luz durante demasiado tiempo. 



Por qué, dios, por qué
duele tanto respirar al despertarse.
Por qué el silencio abusa, acosa, destruye.
Por qué.
Por qué cada músculo es una puñalada de acero
y cada voz en tu garganta es un canto al cielo
y cada cuello es un destrozo rojo y negro
y cada beso es un meteorito en tu pelo
y cada día es un imposible.


domingo, 8 de abril de 2018

Benedetti

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo.

Pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.


Mario Benedetti.

Extremo...




¡Hoy te la meto de todas todas!-¿Por qué anda sola esta amapola?¡Hoy te la meto de mil maneras!Y ya anda con la lengua fuera.¡Hoy te la meto hasta las orejassolito con mover las cejas!¡Hoy te la meto hasta el mismo corazónsólo con que digas calor!

lunes, 2 de abril de 2018

Edipo y la Esfinge - Moreau

Hace años ya que me prometí una entrada sobre un cuadro inquietante y hermoso que me persiguió por el mundo durante una época muy hermosa de mi vida: Edipo y la Esfinge, de Gustave Moreau. 
Me crucé por primera vez con él en el museo del Louvre, en París, allá por 2014, en una exposición temporal, y recuerdo acudir a verlo casi con ansias y con hambre. Lo fotografié, lo dibujé, lo miré y lo remiré, y siempre era el mismo y a la vez era distinto. La exposición terminó y lo desterré a la parte de atrás de mi memoria. 
Al año siguiente, en el verano de 2015, estaba yo extasiada paseando por las salas marmóreas del Museo Metropolitano de Nueva York, doblé una esquina y me lo encontré de cara, con sus dos metros de altura y su anguloso esquema de formas mirándome, pesado, casi acusador, casi reprochándome haberlo olvidado. Y allí me senté, entre la gente que caminaba, en la otra esquina del mundo, y volví a dibujarlo, y creo que aquella tarde de agosto se cerró el círculo. 
Y hoy toca contar su historia. 




La Esfinge, en griego antiguo σφίγγω (quizás de "estrangular") es un demonio representado con rostro de mujer, cuerpo de león y alas de ave, símbolo de destrucción y mala suerte.

Hesíodo es el padre de la primera Esfinge griega, y la pare como hija de la Quimera y de Ortro, el perro hermano de Cerbero. Otros la hacen hija del amor entre Tifón y la Quimera, o de una ninfa con cola de serpiente.

La Esfinge fue mandada según Hesíodo por la vengativa Hera para destruir y causar terror en los campos que circundaban la ciudad de Tebas, con motivo del rapto y la seducción que Layo, el rey de Tebas, cometió en el joven Crisipo. Otros mencionan que fue enviada por Dionisio y Ares, incluso por el dios del inframundo.

La horrible mujer - león se asentó en uno de los montes del oeste de Tebas, y desde allí asolaba los campos, destruía las siembras y estrangulaba a todos los que no fueran capaces de resolver sus enigmas. Propuso a Creonte, entonces rey de Tebas, que si alguien era capaz de resolver uno de sus enigmas se iría para siempre; pero si no, mataría a quienes fallasen y seguiría destruyendo.

Ahora bien, ¿cuál fue el acertijo que la Esfinge propuso a los tebanos? Todos lo conocemos, y Aristófanes nos brinda la versión más elaborada:

Existe sobre la tierra un ser bípedo y cuadrúpedo, que tiene sólo una voz, y es también trípode. Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, aire o mar. Pero, cuando anda apoyado en más pies, entonces la movilidad de sus miembros es mucho más débil. 

Varios trataron de resolver el enigma y fallaron, siendo asesinados por la terrible bestia; entre ellos Hemón, el hijo de Creonte. El rey, desesperado, hizo una proclama a toda Grecia prometiendo el reino entero y a su hermana en matrimonio a aquel que fuera capaz de resolver el enigma de la Esfinge.

A responder a esta desesperada llamada acudió Edipo, el hijo perdido de Layo y Yocasta, y fue el único que consiguió resolverlo correctamente. Según Aristófanes de nuevo, estas palabras son las que Edipo dedicó a la bestia:

Escucha, aun cuando no quieras, Musa de mal agüero de los muertos, mi voz, que es el fin de tu locura. Te has referido al hombre, que cuando se arrastra por tierra, al principio, nace del vientre de la madre como indefenso cuadrúpedo y, al ser viejo, apoya su bastón como un tercer pie, cargando el cuello doblado por la vejez. 

La Esfinge, derrotada, a partir de este momento buscó la muerte. Sin embargo, como nos tienen acostumbrados los griegos, las versiones se mezclan. Higinio nos cuenta que la Esfinge saltó desde su guarida en el monte en busca de la muerte, Eurípides habla de que fue el propio Edipo el que la mató... La única certeza que tenemos es que Edipo tuvo su recompensa, se casó con Yocasta (recordad que era su madre) y  se convirtió en rey de Tebas.

La alegoría final, siempre tan recta y moralmente evidente, tal y como nos tienen acostumbrados los griegos, es que el mito representa el triunfo de la belleza y la sabiduría sobre el horror.



Una vez colocados en el contexto, vamos a la tela que nos ocupa, el magistral óleo de Moreau.
Fue pintado en 1864, y se trata de un cuadro puramente simbolista y cargado de verticalidad. Moreau representa al protagonista con sus atributos clásicos, como un viajero: el manto y el bastón. La Esfinge, que de forma tradicional se representa sobre una columna, aparece encaramada al pecho de Edipo y lo observa con expresión hierática. Por el suelo, dispersos, los cadáveres de los pobres infelices que fallaron anteriormente el acertijo. El entorno en el que están es montañoso, onírico, brumoso.

La composición es una línea vertical continua, una auténtica columna de formas. Edipo se levanta recto, anguloso, apoyado también en su bastón recto: el hombre hermético, el anthropos que centra la creación. Es la juventud, la belleza, el hombre sabio que todo lo puede.

La Esfinge es también vertical, y nos ofrece un ritmo ascendente con sus alas desplegadas al cielo. Sólo rompe la rectitud la curva de su lomo, aunque también nos hace imaginar un salto hacia arriba. La mirada de la esfinge, con su rostro femenino, es sugerente y seductora, pero se encuentra con la mirada fría y racional del anthropos. Sin embargo, a la vez la conexión entre ambas miradas trasciende una simple lucha de poder: Moreau representa en sus composiciones a menudo imágenes especulares, y enfrenta conceptos aparentemente opuestos para mostrar el ciclo circular del universo. ¿Son Edipo y la Esfinge un espejo el uno del otro?

Termino con el auténtico alma del cuadro: el simbolismo. Como dicen en (1):

Las alas de la esfinge, alas de águila, están precisamente asociadas a esa constelación y a la de Escorpio, así como al equinoccio de otoño, a la vejez, al declive de la vida, mientras que Edipo es la fuerza, la juventud que todo lo puede. Por eso todo en él es vertical. Sin embargo, las patas de la esfinge se refieren también a la juventud, porque lo son en la representación del principio del año babilónico, el equinoccio de primavera; y la cola indica la posición del Sol en el solsticio de verano, la madurez.

La esfinge recorre y asume todas las etapas de la vida. Todas las dudas, todas las preguntas y todas las tentaciones. La esfinge, eterna, lleva en sí todas las edades, todas las etapas, porque en todas hay enigmas que es necesario responder. Y vencer.

Y eterno es el Edipo vertical, el que vence, el que conoce su camino, el que se apoya en la roca. El que no deja a su espalda resquicio alguno por el que penetre la duda, la debilidad, la derrota.



FUENTES: 

https://www.revistaesfinge.com/breves/oculto-en-el-arte/item/1286-edipo-y-la-esfinge

https://historia-arte.com/obras/edipo-y-la-esfinge

https://es.wikipedia.org/wiki/Edipo_y_la_esfinge

Actualizamos: por ahora lo llamaremos "E-life"


Capítulo 1: motivo de consulta


1.     Stephan

Stephan suspiró y se frotó la frente con el dorso de la mano. La bata blanca le rozó la piel y sintió las ya familiares descargas eléctricas descendentes en un lado de la cara. La mierda de chips liberadores de analgésicos que se había comprado para prevenir la migraña no iban a hacer más que darle problemas.
Se levantó trabajosamente del sillón en el que estaba apoltronado, dejando a un lado el informe médico que había escrito y revisado más de una veintena de veces; seguía sin estar a gusto con el maldito papelajo, y no sabía por qué. No saber cosas lo ponía nervioso. Cogió la gruesa carpeta de seguimiento, la roja, y se la encajó bajo el esquelético brazo antes de salir. Pronto necesitaría un codo nuevo.
Las suelas de goma de sus zapatillas deportivas chirriaban contra el suelo de linóleo del pasillo del centro de investigación. Las luces estaban apagadas, y Stephan se movía guiado por la tenue penumbra amarillenta y sucia que se colaba por entre las rendijas de los filtros de aire, aunque sobre todo por el profundo conocimiento que tenía de aquellos pasillos.
Giró a la izquierda en el control de enfermería, cerrado a esas horas de la noche (los suplementos de melatonina financiados por el gobierno para suplir la falta de sol eran algo normal en la vida de la gente) y se encontró con la puerta del pasillo abierta. - ¿Qué cojones? - dijo en voz alta, y dio un paso adelante. El corredor con las habitaciones 1 a 40 se extendía ante él, bañado en su principio por una luz amarilla sucia que emanaba de la habitación número 1. En las primeras 5 habitaciones colocaban a los sujetos más nuevos, aquellos que acababan de entrar en el estudio. Los más complicados. Los que más tendencia tenían a arrancarse los implantes y a pedir la eutanasia a gritos; esas cosas no eran buenas para los nervios de Harra, la enfermera jefe; tampoco para los de Stephan, que a veces hasta los perdía.
Corrió de vuelta al puesto de enfermeras y, en un abrir y cerrar de ojos, se llenó los bolsillos de la bata con tres pares de guantes, varios botes de solución alcohólica para desinfectar, algunos paquetes de ese asqueroso hilo auto – anudable que acababa de desarrollar la Bayer (o la Santa Madre Farmacéutica, como la llamaba Harra), dos pares de pinzas y una mascarilla. Cuando llegó a la habitación, aún anudándosela, se paró en seco. Doel, el estudiante de salud que pasaba con él las mañanas, estaba inclinado sobre la cama del sujeto número 1 y le suturaba con manos torpes la herida de la espinilla; esa maldita herida que, desde que se la abrió la segunda noche de su estancia en el centro, no había parado de dar problemas. Stephan entró bruscamente a la habitación 

       ¿Se puede saber qué cojones estás haciendo? - interpeló al chico.
       Doc... doctor... se había abierto la herida otra vez, y... no – no podía hacer que pa... pa... parase de san... sangrar, y... - cuando estaba nervioso, el insulso pelirrojo tartamudeaba, lo que hacía que a Stephan le pareciera aún más blando e inútil.
       Cállate. - atajó. Se dirigió hacia la cama y se colocó al lado del sujeto, que miraba al techo con su ojo humano fijo, y el mecánico temblando espasmódicamente en su cuenca inflamada.

Tenía sangre en las mejillas, trazos gruesos y desvaídos que debían llevar allí varios días. Olía a mierda y a orina. El implante del ojo tenía una pinta asquerosa, se dijo Stephan, cada día peor. Los agarres se habían movido y había dejado tras de sí su rastro en forma de incisiones profundas en la piel. Incluso en los superiores se podía intuir el blanco desvaído del hueso frontal. Además, del ángulo lagrimal de la cuencia artificial goteaba un pus azulado y apestoso; pero era demasiado azul. En ese momento Stephan se dio cuenta de algo que lo hizo ponerse aún más nervioso: quizás no era pus, sino una fuga del vítreo del ojo biónico. Si así era... probablemente estuviera ya en el sistema nervioso, y el sujeto número 1 era ya prácticamente pasto de los carros – horno. Lo que más le molestó a Stephan de todo aquello era que al día siguiente tendría que aguantar a algún radiólogo subido de tono para que le hiciera una resonancia magnética a aquel desgraciado. Y además esa noche le tocaría anotarlo todo. Se inclinó sobre el sujeto para ver de más cerca la pupila, y en ese momento el hijo de puta se revolvió y fijó el ojo humano en Stephan. De su boca llena de costras no salió más que un gorgoteo bien entendible:
       Máteme. - Stephan hizo una mueca de asco y se alejó unos centímetros.
       Que te calles, joder – fue toda su respuesta.
Suspiró y luego posó sus ojos en Doel, que estaba terminando otra sutura terriblemente mal realizada. Salió de la habitación arrastrando los pies y miró hacia el pasillo vacío a su izquierda. Tenía que terminar la ronda antes de las cinco de la mañana, o ese día no iba a dormir una puta mierda.

2: Meera

Meera abre la puerta de su apartamento con la mano derecha e ignora, por última vez, la corriente de dolor que le sube hasta la escápula. Traspasa el umbral y cierra a su espalda con una patada distraida; los pistones mal engrasados del tobillo metálico de su prótesis chirrían; Stephan le había dicho mil veces que tenía que llamar a un técnico y no hacer esos movimientos tan forzados. Se acerca arrastrando los pies hasta el sofá de cuero, soltando en el camino la bolsa que lleva colgada a la espalda. El ordenador integrado de la casa le da la bienvenida por medio de una transmisión aterciopelada directa a su oído, como el susurro de un amante: buenas noches, señorita Vanhaecke. Meera da un respingo y escupe: ¡joder! Siempre igual. - Se recuesta de nuevo en el sofá y se pregunta por qué encargó el aparato en un primero momento. Una vocecilla en su cabeza le responde, pero esta vez es un eco de sí misma, no un mensaje pregrabado de bienvenida: porque te limpia la casa, puta. Si no fuera por el aparato estarías nadando en mugre.

La muchacha abre los ojos, sobresaltada. Apenas queda ruido en la calle y la luz es mortecina. Se ha quedado dormida en el sofá. Enciende la pantalla de su E-life con un toque del dedo índice de la mano izquierda, y se queda mirando aquel recuadro verde encastrado en su antebrazo. Las dos y cuarto de la madrugada, mierda. Mañana le va a doler la espalda. Se despega trabajosamente del sofá, con un nuevo y repetitivo chirrido de protesta del tobillo, y se dirige hacia la cama arrastrando los pies. El E-life vibra con timidez: tienes un mensaje.

-        ¿Pero qué cojones? – dice en voz alta mientras se sienta en la cama y se quita los zapatos con el pie contrario.
-        Meera Vanhaecke, tiene un mensaje de – aquí se produce un cambio de voz que a Meera siempre le resulta cómico – Stephan Daral.

Acto seguido aparece la cara de Stephan en su pantalla, formada por una matriz de líneas verdes y azules (a Stephan le había resultado divertidísimo configurarse a sí mismo con uno de esos temas prefabricados que se podían descargar de la E-tienda por el módico precio de 500 bitcoins, y aquel era el resultado), y suena su voz:

-        Meera, cariño, esta noche tampoco voy a poder ir a dormir a casa. Lo siento. Me han encargado un informe médico más largo que su puta madre y va a ser imposible terminarlo antes de la ronda nocturna. Intentaré llegar lo antes posible después del cambio de turno, ¿vale? Te quiero.

Un pitido, y luego silencio. Meera sacude la cabeza y siente formarse el ya familiar nudo en la base del cuello. Se pregunta si tendrá cáncer de tiroides, o será la jodida depresión. Se echa en la cama aún con la ropa del trabajo puesta, y se duerme casi al instante.



3: Taki

Taki se mete las manos en los bolsillos y pega la espalda a la pared de la marquesina de cristal blindado mientras ve bajar el elevador de la calle Mesly. Viene lleno de gente; estas horas son siempre una auténtica mierda. Rebusca en el bolsillo del abrigo y toca su tarjeta de crédito, la saca y le da un par de vueltas entre los dedos. ¿Quedará dinero para coger ese día el transporte e ir a trabajar? Se pregunta. La incertidumbre.

El elevador frena con un silbido y un resoplido frente a él, y una estampida de gente triste y maloliente se desborda de él como el pus de un absceso recién reventado. Taki espera paciente, y pasa en último lugar, detrás de una mujer mayor con uno de esos implantes semifaciales baratos. La mujer le recuerda a Terminator si tuviese ciento cinco años y se llamase Ophelia. Sonríe ante su propia ocurrencia.

Entra en el vagón, pasa la tarjeta por el lector, dos pitidos, luz verde, alivio. Un día más al límite, piensa, y se sienta en uno de los primeros asientos. Echa una mirada al E-life; todavía son las ocho menos veinte, así que llegará a tiempo al trabajo. Pasa el dedo por la pantalla del E-life, y abre la sección de noticias: como siempre, basura. Corea del Norte realiza el décimo ensayo nuclear esta semana. E-life convoca su reunión anual: reportan ganancias millonarias. Nuevo golpe de estado en Burkina Faso: el país está bajo el dominio de la junta militar. Nuevas aplicaciones para su E-life: ¡toque aquí para ver el menú de ayuda!. El vagón arranca con una sacudida espasmódica y Taki, sobresaltado, apaga la pantalla con un paso del dedo por encima y queda absorto en sus pensamientos, mirando por la ventanilla sucia. Vale, de acuerdo, quizás queda absorto en el culo escultural de una japonesa enfundada en un mono de látex que camina por la acera contraria con aires de femme fatale.

Otra sacudida espasmódica lo saca de su ensoñación, y al mirar a su alrededor repara en que ya ha llegado a su destino: a su izquierda se alza el edificio imponete, grisáceo y ortogonal del Hospital Henri Mondor. Es un edificio antiguo construido casi trescientos años antes; o, al menos, el enclave lo es, ya que Taki no cree que tras las múltiples reformas que ha sufrido quede algo del edificio original.

Un río de trabajadores, grisáceo y frío, se desliza hacia la puerta principal. Algunos estudiantes con vestimentas coloridas e implantes de fantasía se separan del río gris para dirigirse a la facultad de medicina, en un edificio anexo. Taki repara en una chica de unos veinte años de edad, que muestra a sus amigas orgullosa un implante de globo ocular derecho adornado con pequeñas piedras de bisutería engarzadas; cuando lo mira con más detenimiento se da cuenta de que el globo ocular protésico está lleno de un vítreo color rosa chillón y motas de purpurina dorada.

Cae una lluvia fina, aunque pesada. El agua está fría, y Taki cree notar un escozor punzante en la cara con cada gota que le cae. Cientos de científicos han desmontado una y otra vez la teoría de la lluvia ácida, ya lo sabe, pero no puede ignorar esa sensación punzante, como si le picaran rítmicamente mosquitos muy malintencionados en la cara. El cielo tiene un color gris plomizo con una tonalidad verdosa, y parece abombarse hacia la tierra, cargado de nubes. El cielo de París últimamente no se despeja con frecuencia; de hecho, se funde con las aguas espesas y repugnantes del Sena.

Taki alcanza el torno de entrada y pasa su tarjeta identificativa. Las puertas se abren con un pitido y una luz verde. El robot de bienvenida le saluda con su voz monocorde: „Buenos días, señorita Takanawa. Espero que su día sea productivo y placentero. Recuerde que encontrará en su escritorio la notificación de nómina del pasado semestre, así como la relación de objetivos para el semestre próximo. Bienvenida al Mondor. „
De camino hacia el ascensor principal Taki echa una mirada al tablón digital que adorna la pared norte del vestíbulo. Aquí es difícil encontrar cosas interesantes, todo el mundo tiene acceso y puede introducir su anuncio mediante una consola situada en un lateral. Sin embargo, a veces se encuentran cosas curiosas en la sección „Intersalud“: aquí aparecen anuncios y notificaciones de distintos hospitales y centros de investigación, así como información para pacientes y familiares. Taki repara en un anuncio colocado en el centro del tablón: „Centro de Investigación Biomédica Mary Shelley inicia nuevo ensayo clínico. Prueba de materiales nuevos en ciberimplantes de última generación. Se reclutan voluntarios“. Se queda parada unos instantes enfrente del anuncio, con las palabras „Se reclutan voluntarios“ resonando en su cabeza. Finalmente escanea el anuncio con la cámara integrada del E-life, sacude la cabeza y, casi al instante, lo olvida.


4: Stephan

Stephan entra a trompicones en la sala de reuniones: el descomunal reloj digital sobre la larga mesa marca las 7:31.

-        Doctor Daral, gracias por deleitarnos con su presencia – dice con sorna el doctor Olsdaal, fornido y orgulloso jefe de servicio de Neurología y portador de uno de los primeros implantes hipocampales desarrollados casi diez años antes.
-        De nada, Marcus. Siempre es un placer. – contesta Stephan mientras se quita el abrigo y silencia su E-life.

La sala ríe con timidez. Unos quince médicos y neuropsicólogos se sientan a los lados de la larga mesa de reuniones, presididos por la figura herida de Marcus Olsdaal y una descomunal pizarra digital que casi nunca utilizan.

-        Como iba diciendo – retoma Olsdaal mirando a Stephan de reojo – esta reunión de resultados era crucial y debía ser realizada con la mayor celeridad. Hace dos años que iniciamos el estudio Proteus, y aún seguimos teniendo – traga saliva – carencias.
-        Lo sabemos, doctor Olsdaal. Nosotros realizamos el trabajo de campo y somos los más conscientes de ello, pero hay ciertas circunstancias que no podemos modificar, y contratiempos inesperados – le ataja una mujer de unos cincuenta años de piel castaña, con el cabello oculto bajo un pañuelo adornado con formas geométricas azules, con una identificación colgada al cuello y una multitud de bolígrafos agolpándose en el bolsillo de su bata.
-        Lo sé, Farida. Pero no termino de asumir que los contratiempos sean tan importantes que no os permitan continuar... O que os lleven a errores metodológicos y éticos tan importantes como los que he visto esta semana – contesta Olsdaal, dirigiendo una mirada incisiva a Stephan.

Se hace el silencio en la sala.

-        ¿A qué te refieres exactamente, Marcus? – ataja Stephan con suspicacia. – Espero que no estés hablando del incidente del módulo 1, ni del material de los implantes oculares, tampoco de la filtración a esa mierda de revista E-yellow de que estamos usando estudiantes para las tareas de auxiliares de enfermería... No sé. Me gustaría recordarte que tú eres el coordinador y jefe del proyecto, y si hay tantos fallos es quizás porque nos tienes arrinconados en la mierda más absoluta y en condiciones tercermundistas...
-        Stephan, me estás cabreando – le cortó Olsdaal – no sé si tengo que recordarte precisamente eso yo a tí: que soy el jefe del proyecto, y además tu jefe, y creo que me debes guardar un cierto respeto.
Se hizo el silencio en la sala. Stephan lanzó a Olsdaal una mirada encendida, ávida y llena de furia, que hizo que los médicos sentados junto a él parecieran encogerse en sus sillas. Se podía cortar el aire con un cuchillo.

-        Podrías empezar a comportarte como tal, entonces, y por una vez bajarte al barro y no sólo defender tus privilegios – escupió Stephan.

Farida abrió la boca en una O atónita, aunque había hilaridad en sus ojos. El equipo de neuropsicólogos en pleno bajó la mirada y se dedicó a la contemplación atenta del suelo de tarima. Marcus Olsdaal se quedó petrificado, y al instante pareció desinflarse dentro de su bata. Miró a ambos lados, incrédulo, y luego volvió a posar la mirada sobre Stephan como preguntándose por qué seguía allí. Éste pareció recoger el testigo de su jefe y salió de la sala con paso neutro, igual que había entrado.

El reloj digital sobre la pizarra marcaba las 7:38.