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lunes, 21 de septiembre de 2020

Recuerdos

Te fuiste de casa un viernes diecinueve de enero de dos mil dieciocho, exactamente seis años, seis meses y diecinueve días después de conocerte. Desde entonces no hemos intercambiado palabra, pero sigo acordándome de tí. 

No te quiero, por supuesto que no te quiero, dejé de quererte muchos meses antes de que escapases por la puerta de atrás, es tan evidente que me avergüenza tener que aclararlo. Pero salimos de la adolescencia juntos, experimentamos esa rarísima transmutación de ser estudiantes con beca y cervezas de fin de semana a pasar a ser adultos funcionales con trabajo, piso y oposiciones, te sujeté y te levanté y te salvé de la locura, todo eso lo hicimos juntos, y eso no se olvida fácilmente. 

Así, esta noche fresca de finales de septiembre, sentada en la terraza de mi nuevo piso, de mi nueva vida y de mi nueva yo, con un libro entre las manos y mirando de reojo al amor de mi vida, paladeo esta amarga y absurda culpa por no haberme olvidado absolutamente de tí; esta culpa irreal, como si pudiese entrar en el registro de mi memoria y eliminar todo rastro de tu existencia. A veces lo deseo con fuerza. 

No puedo dejar de recordarte porque me tropiezo con las cicatrices que me dejaste todos los días. Es curioso, cómo las abuelas identifican sus heridas con arreglo al tipo de dolor que les evocan: "me duele la rodilla de la artrosis, debe ser que va a llover" o "me escuece la cicatriz de la vesícula, eso es que viene ya el otoño". Pues de igual manera te siento algunos domingos por la tarde. Pienso en tí cada vez que lloro, cada vez que la imagen que me escupe el espejo está al revés y deformada, cada vez que recuerdo aquellos meses oscuros en los que no salía de casa para nada que no fuese trabajar, cada vez que mi mente me juega malas pasadas, cada vez que estoy de mal humor (con o sin razón, me viene a la cabeza cuando me hacías la luz de gas)... Y, curiosamente, cada vez que leo un libro. 

Sí, cada vez que leo un libro o escribo poesía (o cualquier cosa). Me dejaste un legado muy dispar y muy doloroso. Al principio, escribir poemas e ir a los certámenes a leer era casi un acto subversivo, un corte de mangas a distancia destinado especialmente para ti. Recitar frente a aquellos micrófonos con olor a cerveza era un placer maravilloso potenciado aún más por la sensación de saberme haciendo algo que tú habrías odiado porque nunca supiste hacer. Con el paso de los meses dejé de necesitarlo, pero conservo aún la rabia latente de sentir que mi corte de mangas nunca te llegó, que nunca me escuchaste. Hoy, me queda sólo el dolor mínimo pero continuo, cada vez que paso una página, de volver a un terreno común. De estar haciendo algo que hacía contigo. Se me arruga la nariz al pensarlo y me da casi repugnancia. Podría sentir esta misma sensación cada vez que tomo café o que duermo una siesta (cosas que también compartíamos), pero no es así porque tal y como una vez te describió mi madre: "ese muchacho sólo sabía hacer una cosa en la vida: leer".