Poesía, literatura, pintura, viajes, historia del arte, medicina, política... Un poco de todo y un poco de nada.

lunes, 21 de septiembre de 2020

Recuerdos

Te fuiste de casa un viernes diecinueve de enero de dos mil dieciocho, exactamente seis años, seis meses y diecinueve días después de conocerte. Desde entonces no hemos intercambiado palabra, pero sigo acordándome de tí. 

No te quiero, por supuesto que no te quiero, dejé de quererte muchos meses antes de que escapases por la puerta de atrás, es tan evidente que me avergüenza tener que aclararlo. Pero salimos de la adolescencia juntos, experimentamos esa rarísima transmutación de ser estudiantes con beca y cervezas de fin de semana a pasar a ser adultos funcionales con trabajo, piso y oposiciones, te sujeté y te levanté y te salvé de la locura, todo eso lo hicimos juntos, y eso no se olvida fácilmente. 

Así, esta noche fresca de finales de septiembre, sentada en la terraza de mi nuevo piso, de mi nueva vida y de mi nueva yo, con un libro entre las manos y mirando de reojo al amor de mi vida, paladeo esta amarga y absurda culpa por no haberme olvidado absolutamente de tí; esta culpa irreal, como si pudiese entrar en el registro de mi memoria y eliminar todo rastro de tu existencia. A veces lo deseo con fuerza. 

No puedo dejar de recordarte porque me tropiezo con las cicatrices que me dejaste todos los días. Es curioso, cómo las abuelas identifican sus heridas con arreglo al tipo de dolor que les evocan: "me duele la rodilla de la artrosis, debe ser que va a llover" o "me escuece la cicatriz de la vesícula, eso es que viene ya el otoño". Pues de igual manera te siento algunos domingos por la tarde. Pienso en tí cada vez que lloro, cada vez que la imagen que me escupe el espejo está al revés y deformada, cada vez que recuerdo aquellos meses oscuros en los que no salía de casa para nada que no fuese trabajar, cada vez que mi mente me juega malas pasadas, cada vez que estoy de mal humor (con o sin razón, me viene a la cabeza cuando me hacías la luz de gas)... Y, curiosamente, cada vez que leo un libro. 

Sí, cada vez que leo un libro o escribo poesía (o cualquier cosa). Me dejaste un legado muy dispar y muy doloroso. Al principio, escribir poemas e ir a los certámenes a leer era casi un acto subversivo, un corte de mangas a distancia destinado especialmente para ti. Recitar frente a aquellos micrófonos con olor a cerveza era un placer maravilloso potenciado aún más por la sensación de saberme haciendo algo que tú habrías odiado porque nunca supiste hacer. Con el paso de los meses dejé de necesitarlo, pero conservo aún la rabia latente de sentir que mi corte de mangas nunca te llegó, que nunca me escuchaste. Hoy, me queda sólo el dolor mínimo pero continuo, cada vez que paso una página, de volver a un terreno común. De estar haciendo algo que hacía contigo. Se me arruga la nariz al pensarlo y me da casi repugnancia. Podría sentir esta misma sensación cada vez que tomo café o que duermo una siesta (cosas que también compartíamos), pero no es así porque tal y como una vez te describió mi madre: "ese muchacho sólo sabía hacer una cosa en la vida: leer". 

sábado, 28 de marzo de 2020

Alguien decía en Twitter que en estos tiempos es imposible escribir, porque para escribir la vida debe estar entera. Elaboro sin dirección, deslavazada, sin memoria ni atención, pero algo hay que hacer para destaponarnos el alma. Vamos, al menos, a intentarlo. 



En este parámo inmenso y seco,
entre las dunas de arena y las lomas desiertas,
entre túmulos y tumbas deshabitadas y cruces rotas de madera,
en las tierras salvajes de no se qué país y en no se qué año después del apocalipsis
no encontraremos consuelo ni refugio.

Cuando tengamos las manos frías y se llenen los cuerpos de calambres;
cuando caigamos en el barro,
y el barro no sea barro sino arenas movedizas,
y no podamos salir,
y a pesar de mantener los ojos en el horizonte nos sigamos hundiendo,
seguiremos estando solos, no quedará nadie.

Ahora que el universo entero se ha convertido en un erial,
ahora que tienen sentido todos los cataclismos,
que los pesimistas vemos hechos realidad nuestros sueños más inquietos,
ahora que todos los profetas del fin del mundo tenían razón,
y que todos los locos son, de repente, visionarios...

Ahora que la música se ha parado,
que la pirámide ha quedado reducida a una raspa de pescado quebradiza,
que no tenemos WiFi, ni agua limpia,
que ha llegado el temido desabastecimiento a los supermercados...
Ahora que no quedan poetas para hablarnos de la esperanza,
ni músicos que transmitan gratis sus conciertos por internet,
ahora que los museos ya no hacen visitas online
ni podemos escuchar las noticias, porque no queda nadie,

ahora que parecemos abocados a una extinción sin remedio,
sólo nos queda cerrar fuerte los ojos y esperar despertar de esta pesadilla.

lunes, 17 de febrero de 2020

Poemas del último año

Por algún extraño motivo, los poemas que he escrito en los últimos meses han ido a parar a una nota de Google Keep. No puedo remediarlo, soy incapaz de mantener un cuaderno en físico para nada que no sea dibujar. Espero que me perdonéis y aquí tenéis una recopilación de los últimos; algunos, leídos en Slams de poesía con no poco éxito. Aquí los dejo, como un boceto o un borrador algunos de ellos, otros como ideas. Pero si no están en el blog, aunque no estén terminados, es como si no estuviesen en su sitio. 

TU VIDA ES TUYA

Esta mañana me he dejado olvidadas
Colgadas en la percha del vestuario del trabajo,
Entre mi uniforme y mi adolescencia,
Las ganas de vivir.
En este frenesí de ocho a tres,
Dicho así, seguido y sin parar y sin separar los labios,
En este frenesí de ocho a tres
Me he olvidado de mirar las nubes,
De tragar el café
Y lo conservo, lo bailo en la boca hasta al menos las doce de la mañana,
Me he olvidado de peinarme,
De mirarme al espejo, de rezar
Me he olvidado de tocarme donde duele.
En esta semana interminable, de emergencia climática, de sentencias judiciales, de feminicidios,
En esta semana insensibilizada e insensible
Me he olvidado de pasar la escoba por el salón y de barrer las manecillas del reloj
Que se cayeron
No sé ya ni cuando.
En este año de frenesí de ocho a tres,
Apenas he pisado la playa, he viajado poco y he bebido menos vino de la cuenta.
Me he olvidado
De gritar, de pedir tregua,
De bajarme de esta cinta transportadora que me arrastra,
De la casa al trabajo
Y del trabajo a casa.

Yo he olvidado para qué servía todo esto,
Cómo se utilizaban los músculos de la cara,
Y ahora estudio, qué ironía, para volver a aprender que la vida, que el futuro, no era esto.
Yo, que he olvidado muchas cosas,
Pero sí que he recordado rebuscar el sentido de la vida entre mis libros y mis méritos, y en lugar de eso he hallado un corazón repleto de migajas, y he escuchando diez mil veces a gata cattana decir que la gloria sería morir a los setenta en una islita griega,

Si yo me he convertido en un manojo de amnesia, guerrera perfecta del capitalismo, útil, sumisa, guardiana del black friday, de los balances, de las agendas de míster wonderful, de las rebajas, de meditar, del yoga y de llorar los domingos por la tarde,
Si yo he podido hacer todo eso,
Tú, no olvides,
Que la vida no tienes que ganártela,
Que tu vida, ya es tuya.


JAÉN, PARAÍSO EXTRATERRESTRE

Jaén, levántate brava, sobre tus piedras lunares
No vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
Jaén, levántate brava, entre las hileras de olivos,
que me duele tu paro y tu hastío como si fueran míos.
Jaén, limpia las piedras de tus catedrales
y limpia las calles de polvo, Jaén
Jaén, dale la vuelta a la frente arrugada, relaja los hombros
que se te pasa la vida por delante, se te van los jóvenes, se te va el tiempo por los desagües, Jaén.
Jaén, que te desangras por esa arteria abierta que es la vía vacía del tranvía,
Que te pierdes en veredas entre pueblos que aún viven en sepia,
Que te olvidas de esos hombres de manos callosas que aún van a la iglesia montados en un burro,
Cómo sería, Jaén, que en cada uno de tus castillos hubiera cada viernes una fiesta,
que tuviésemos turistas,
industria,
que tuviésemos trabajo.
Cómo sería, Jaén, que una milagrosa lluvia de interés y de dinero nos devolviese la sonrisa, la vida y el futuro.
Cómo sería poder volver a tus brazos 
sin sentir esta pena tan inmensa. 
 

MOLINO ALTO NÚMERO TREINTA Y OCHO


Nací y crecí en una casa muy antigua
Un molino, datado según reza la placa en la fachada, en el año 1513.
Corrió de mano en mano, hasta llegar casi por accidente, a las manos temblorosas de mi madre. Aquella casa larga y antigua y con demasiadas historias que contar.
Aquella casa umbría como el cieno, con olor a humedad, la fresca huésped verdosa que nunca pudimos echar de una vez por todas.
Ruidosa, crujiente en invierno, árida en verano,casa rodeada de limones y naranjos, poblada de gatos y ratones,
Casa oscura como boca del lobo, con aquella teja que hacía las veces de lámpara escalera abajo.
Casa con vida propia, sonora en invierno, postigos retumbantes e inclementes sin pensar en los niños asustados que éramos ;como aquella noche en que, solos, fuimos a atacar a un misterioso fantasma melodioso, armados con un taburete y la flauta dulce del colegio, y al final resultó que sólo era nuestra gata.
Casa de paredes de a metro y medio, inamovibles, paredes que no dejan pasar el calor en verano, ni dejan salir el frío en invierno. Casa tiritante desde septiembre hasta mayo.
Casa severa, imponente. Las piedras de molino rotas y esparcidas por el patio, como los dientes de un gigante dormido y enterrado en la arena. Dientes manchados de los higos que caen cada verano al ritmo del sonar de las chicharras.
Casa de ventanas diminutas. Casa de hambre. Casa de muebles de madera oscura, de mesas tan pesadas, de puertas que siempre hacen ruido a la hora más intempestiva, casa... Casa de barrotes con ventanas, ventanas como orificios roídos en los muros, como huesos que conforman una jaula poblada de bestias. Casa sin pestillos en las puertas, para así nunca jamás poder dormir tranquilos.
Después de tantos años vuelvo a esta perra casa, y no encuentro más que carcasas vacías
En aquella caja de latón de caramelos, no hay más que envoltorios brillantes y acusadores, y entre mis libros encuentro planchadas las flores del patio.
Las hormigas se han llevado el piano de la entrada, y aquellos sillones de terciopelo verde ya no valen para nada.
A la guitarra se la comió la podredumbre
Y en la chimenea hace quince años que nadie asa ni un puñado de castañas.
Y, escurriéndose por el gotelé abajo, la mano de hierro, la calma sumisa, el silencio estratégico, la tensa calma.
Y entre todos los armarios, debajo de todas las paredes he rascado y rebuscado y no consigo encontrar el nido de las cucarachas... El agujero de donde mana esta pena infinita y cierta. Esta pena contradictoria, este añorar lo que nunca se tuvo, este esperar aún que llegue lo que nunca se supo. Este síndrome de Estocolmo revertido, esta foto vieja en negativo. Esta pena en color sepia.


ODA A MIS CARNES INESTABLES - SEGUNDA PARTE

Camino por la calle y siento como a cada paso
mis coronarias se atascan
con los errores del pasado,
cómo mis intestinos se dilatan, y me ensancho
soy dolorosamente consciente del espacio que ocupo
y camino por la calle y casi escucho
el estampar de mis pies contra el suelo, y tengo miedo
de que algún vecino me denuncie por provocar desprendimientos en su casa
cuando subo la escalera. [...]


PLAN DE ATENCIÓN INTEGRAL AL MÉDICO ENFERMO

El colegio de Médicos de Málaga ofrece un servicio gratuito e integral de atención al médico enfermo.
Me sorprende cómo somos capaces de simplificar un fenómeno tan complejo.
Cómo atenderme a mí cuando aparezco enfundada en mi bata blanca, que a las cuatro de la madrugada pesa tanto que me dobla el cuello hacia delante, en la habitación cuatrocientos veintiseis, a certificar una muerte.
Como esa sensación de estar tan fuera de sitio
como un pulpo en un garaje
como una cría de veintiséis años tomándole el pulso a un cadáver
Cuántos talleres hacen falta para aprender a comunicarle a Miguel Ángel,
que tiene veintiséis años, como yo, y me habla de usted,
que dentro de cinco años estará en silla de ruedas... [...]


miércoles, 12 de febrero de 2020

(Inciso)

Estoy escribiendo esto aún en pijama, con el corazón latiéndome rápido en el pecho y casi hiperventilando. Acabo de tener mi primer escarceo con la parálisis del sueño, y las acciones que he hecho después de salir de la cama casi corriendo han sido, por este orden: lavarme la cara, tomarme una tila y abrir el ordenador para empezar a escribir esto. Seguramente lo retoque o quizás no llegue a nada, pero es cierto que hace días que estoy teniendo unas pesadillas muy cinematográficas, y ésta desde luego se lleva la palma. Lo que sigue es cien por cien real, absolutamente, no hay nada exagerado ni añadido, no he usado metáforas. Lo prometo. 


Miércoles de mediados de febrero en Málaga.

El engranaje inexorable del hospital sólo me ha permitido dormir dos horas y cincuenta minutos esta noche. Como siempre, es un sueño extremadamente pesado aunque muy superficial. Cuando termina mi jornada de guardia, tras dieciséis o dieciocho horas seguidas de ver pacientes, casi siempre sobre las cuatro de la madrugada, caigo en el catre del dormitorio de guardia como un peso muerto, y a veces me duermo con la luz encendida o con el busca en la mano. Sin embargo, siempre tengo la sensación de tener un ojo medio abierto, y cuando suena la alarma un puñado irrisorio de horas después, tengo la impresión de haber cerrado los ojos apenas medio segundo. Siempre me divierte mirar el deprimente número que mi pulsera cuentapasos asigna como "nota" a mi sueño de esa noche; suele ser un suspenso absoluto, pero hay una frase en letra pequeña que dice algo así como "Duermes mejor que el cinco por ciento de usuarios". No es consuelo lo que encuentro, sino un sentimiento de pertenencia: ¡insomnes del mundo, unidos por la Huawei MiBand 3!

Esta mañana me desperté de manera especialmente penosa, a las siete y media, con dolor en todo el cuello y la espalda y una sensación de estar moviéndome a cámara lenta que siempre me resulta extremadamente desagradable. La mañana no iba a ser larga: café, relevo, entregar el busca, otro café, y a casa.

Son las diez de la mañana. Salgo del hospital y sólo puedo pensar en mis sábanas. En un bocadillo o un simple vaso de agua fría, y en dormir hasta por lo menos las seis de la tarde. Me huele la ropa a sudor, a muerte, a humo, a lejía, me huele a cansancio y a destrozo. Me duelen los pies y la cintura. Me duele el cuello. No puedo pensar bien.

Consigo llegar a casa, tardo lo que se me antojan cuarenta minutos en subir dos tramos de escaleras, y el pequeño piso que comparto con mi novio me recibe en semipenumbra. Huele a ropa limpia y a leche con Nesquick en el aire. En realidad, en el piso vivimos cuatro seres: los dos pequeños peludos que tenemos como mascotas me reciben alegres; la coneja, mordisqueando su jaula para hacer ruido y mirándome insistente, y la cobaya con su característico cuicui que inunda el aire en segundo plano. Consigo construir ese prometido bocadillo, que me sabe a ambrosía y a maná, que me cae en el estómago como el jugo de la misma cornucopia, a pesar de que no es más que un poco de pan tostado. Mientras me preparo para meterme en la cama pienso en las pesadillas tan vívidas y tan horriblemente cinematográficas que he estado teniendo esta última semana; algunas las he olvidado, pero rezo porque no se repita la última, en la que me pasé toda la noche sumida en una especie de crucero del terror en medio del océano, en el que la gente moría misteriosamente, los niños caían por la borda, la comida se transformaba en ratas y la noche y el día se sucedían rápidamente en un sinfín de tormentas eléctricas y rayos. Me convenzo a mí misma de que hoy dormiré sin sueños.

Me arrastro literalmente hasta la cama, y me doblo bajo el edredón nórdico. Se me antoja que mis piernas son de mimbre y mis brazos son palillos de madera, frágiles y quebradizos, como si pudiese plegarlos y meterlos debajo de la almohada para quitármelos de en medio. Sin embargo la cabeza... la cabeza es otro asunto. La cabeza me pesa por lo menos cien kilos, y la almohada viscoelástica la devora y la envuelve con cariño. En un momento dado olvido dónde tengo los brazos. Me giro hacia un lado, la cabeza empieza a levitar por sí sola, la cintura retorcida en una posición cómoda, y empiezan a llegar esos familiares pensamientos absurdos que conozco y que siempre preceden al sueño. Me resultan hasta divertidos, porque los recibo en duermevela y los acepto, reflexiono sobre ellos, aunque comprendo su absurdo. A veces me vienen a la mente imágenes de animales absurdos, como elefantes con orejas de perro, o ratoncillos de colores fluorescentes, o erizos que en vez de tener espinas tuviesen pelo rizado. Otras veces me imagino sentada en un sillón haciéndome preguntas absurdas y evocando la respuesta en una especie de holograma frente a mi, como ¿qué ocurriría si a la gente calva le creciese césped en la cabeza cuando llueve?, o ¿y si, igual que toser en alto es algo normal y aceptado, fuese igual de normal y aceptado tirarse pedos en público?

Esos pensamientos dan paso suavemente a un sueño primero plácido y luego cada vez más inquieto. Hay ruido en la calle, así que no es demasiado profundo. Sin embargo, como no podía ser de otra manera, vuelvo a soñar.

Estoy caminando por la calle, paseando por la acera de una bonita calle junto al mar. El asfalto adoquinado está despejado. A mi derecha se yergue un edificio de grandes dimensiones, de piedra amarillenta, que proyecta una sombra oblicua; es una iglesia o quizás una catedral. La calle describe un giro hacia la izquierda, cuesta abajo, y al final de la cuesta se adivina el brillo iridescente del mar. Se me ocurre que quizás estemos en algún pueblo italiano, en alguna ciudad de Sicilia o de la costa griega. Aunque apenas hay gente en la calle y no hay demasiado ruido en el aire... quizás, después de todo, no estemos en Italia.

Ante mí, a unos cinco o diez metros, una mujer de altura sobrehumana mira hacia la base del muro que sustenta el porche de la iglesia. Es una anciana de al menos dos metros y medio de altura, extremadamente delgada y pálida. Tiene la cara vuelta hacia el edificio, pero la veo de medio perfil: enormes arrugas le cruzan las mejillas y sobre los ángulos de las mandíbulas se le acumulan bolsas de piel de color cetrino. Los labios son pequeños y muy apretados en el centro de la cara. La nariz muy fina, casi como una fisura o un quiebro, punzante y desigual como una rama rota. No le veo los ojos. Le caen finas hebras de pelo blanco amarillento por los hombros y la espalda. Lleva un vestido rojo oscuro de tirantes gruesos, rasgado en su parte inferior, que revela unos hombros huesudos como ramas y unos brazos desproporcionadamente largos. Las manos son extrañas, blancas y nudosas, pero parecen tener más dedos de la cuenta. No podría decirlo. Los muslos y rodillas que se adivinan bajo las faldas son apenas unos alambres quebradizos. Pareciera estar hecha de arena, y poder romperse con un chasquido de dedos.

Vuelve la cara hacia mi y me observa con una expresión severa y de enfado. Abre la boca en una mueca torcida, y emite un par de gritos en un lenguaje que no entiendo, quizás sea alemán. Yo estoy parada, congelada por el terror de aquel ser tan poco correspondiente, tan distónico, y salgo de mi letargo para correr hacia un lateral de la calle. La mujer gira el cuello para seguirme con la vista y emite otro grito, otra exclamación en alemán, alza los brazos y dirige la cara hacia la iglesia. Frente a ella, en la base del muro, veo una gran oquedad en la piedra cruzada de gruesos barrotes de hierro negro. Una ventilación de algún sótano, o quizás un desagüe, o un ventanuco de alguna mazmorra o almacén. La mujer recorre rápidamente con la vista la iglesia de arriba a abajo, lanza otro grito y se arroja de cabeza hacia las barras. No puedo mirar: me cubro los ojos con las manos y le doy la espalda a la escena. Aún así, la veo perfectamente a través de mis manos. La cabeza impacta directamente contra uno de los barrotes y provoca un ruido sordo y seco de hueso fracturado. Comienza a sangrar. La mujer cae al suelo como una muñeca pequeña, amontonados sus brazos y piernas como los de una marioneta abandonada en un rincón.

Me acerco despacio atravesando la calle desierta, y cuando voy a poner el pie en la acera a unos metros de la mujer, comienza a moverse. Parece que se recompone, como si una mano invisible volviese a montar una muñeca deshecha. Sus codos y rodillas giran en ángulos anormales y crujen hasta que tiene de nuevo una forma parecida a la humana. Se vuelve hacia mí. En uno de esos rápidos viajes inexplicables de los sueños, estamos ahora unos cien metros más arriba de la misma calle, y la mujer se está encaramando a un árbol bajo. Yugulo rápidamente el impulso de ir a ayudarla, de disuadirla de esa pirueta que no comprendo, por la mirada de soslayo que me lanza y que de nuevo me paraliza de miedo. La mujer se agarra con los brazos entrelazados de una rama baja, y comienza a escalar apoyando los pies en el tronco. El vestido rojo le cae y le roza con el suelo tras ella, lo arrastra y se rasga. Cuando ya está completamente colgada del árbol como un mono, suelta los brazos de forma brusca con una sonrisa socarrona en la boca, y cae al suelo cabeza abajo, aún colgada del árbol por sus piernas que hacen un extraño nudo en la rama. El peso de su propio cuerpo vence la fuerza de sus piernas esqueléticas que se sueltan del árbol. Su cabeza impacta lo primero contra la acera, y su cuello largo y nudoso se quiebra en un ángulo imposible, con un ruido de chasquido. Queda mirándome de frente, con el cuello doblado en un ángulo escalofriante y una sonrisa espasmódica en los labios. Tiene los ojos muy claros, o quizás sean cataratas. Le caen los brazos y las piernas desordenadas alrededor del cuerpo. Está muerta, y yo me voy de ese extraño pueblo italiano.

Estoy de vuelta en mi cama, acostada sobre mi lado derecho, mirando la pared del dormitorio. Las manos entrelazadas frente a mi. Lo primero que pienso es que no es mi cama, que estoy mirando una foto de mi cama, que estoy dentro de un croma de mi propia cama. Las manos me hormiguean. Las muevo. No me obedecen. ¿Quizás las he movido? Creo que no. Se me están durmiendo los dedos de las manos. Tengo los ojos abiertos, creo. Me siento el corazón golpeando en el pecho, no demasiado rápido pero sí especialmente intenso. No me importa demasiado esta nueva situación según la cual parece ser que no puedo moverme, sino que acabo de presenciar la muerte de una especie de mujer árbol alemana en un idílico pueblo. Quiero gritar: ordeno a la voz que salga de la garganta, enciendo el fuego para que el gorgoteo empiece a hervir y suba hasta mi boca, pero no sale nada. La orden no llega. No grito. No emito ningún sonido. No puedo girarme en la cama. Sigo queriendo gritar; no quiero volver a ese sueño y encontrarme cara a cara con la mujer árbol y su cuello quebrado, y quizás un destacamento de policías italianos en pantalón corto tomando notas en sus cuadernos y recogiendo pruebas de la escena del crimen. Quiero despertar, salir de la cama, correr fuera de la cama. Quiero sentarme sobre el suelo frío y escapar del maldito colchón viscoelástico, que ahora me parece casi un lecho de arenas movedizas. Sigo sin poder gritar: me escucho en la cabeza y en la garganta, pero no grito. Las manos aún no se mueven.

Pienso que quizás sigo dentro del sueño. ¿Y si aún estoy soñando, pero no puedo moverme? Pienso que quizás podré encontrar la paz con este nuevo ataúd en que parece haberse convertido mi cama si me dejo caer de nuevo en los brazos de Morfeo... O quizás estoy tan cansada que necesito dormir, dormir de verdad, dormir sin sueños. En cualquier caso, relajo la cabeza y todo se funde a negro. El croma se apaga. La foto se quema. Apagan las luces, y me voy. Mi almohada se abre como una trampilla a un pozo sin fondo, desaparece en un vórtice negro, y mi cuerpo se vuelve de repente liviano y me escurro dentro del pozo. Por suerte, mi equilibrio, mi cerebelo o quizás simplemente mi instinto de supervivencia, interpretan ese pozo como un pozo de verdad y, para protegerme de una infeliz caída que me llevaría sin duda hacia la muerte, consiguen finalmente despertarme.


Me siento en la cama rápidamente, como un resorte. Ahora sí, estoy fuera del croma: mi cama es mi cama, mis sábanas, el ruido de la calle, el frío del suelo en los pies. Salgo casi corriendo de la cama y la observo desde el quicio de la puerta, algo desordenadas las sábanas pero nada más, aparentemente pacífica, ajena al terror que acaba de albergar. En este momento sólo pienso en que nunca jamás quiero volver a dormir. Nunca, nunca, nunca jamás quiero volver a dormir.

sábado, 8 de febrero de 2020

2 - delirios

Los delirios auténticos son aquellos en lo que aquel que delira consigue convencer al que tiene enfrente de que sí, efectivamente, hay un alienígena en la habitación parado justo en el quicio de la puerta, con cuernos azules y una larga lengua morada, y que esa arruga de la chaqueta en su hombro es en realidad un duendecillo, y que ese pitido rítmico que ambos podéis escuchar es el lenguaje secreto del duendecillo diciéndole al delirante que queme el edificio hasta los cimientos. 

Pero, ¿son delirios cuando la historia está perfectamente organizada y sustentada sobre sólidos cimientos, cuando no tiene fisuras, cuando la probabilidad de que el duendecillo esté sentado en el hombro es realmente del ochenta y cinco por ciento? ¿Son delirios? ¿Es pensamiento catastrófico? Evidentemente que lo es, pero bien organizado. 

No es especialmente difícil empezar a desmontar el delirio del duendecillo. Resulta una maniobra muy visual: basta con coger la mano del delirante y ponerla en su hombro, y podrá palpar aire y nada más que aire. Las primeras cuarenta y siete veces dirá que el duendecillo se ha resbalado, que estaba ahí hace un momento, o incluso creerá que realmente es incorpóreo. Pero al final el delirio se fisurará y terminará quebrando. 
Ahora, imaginad que el delirante se lleva la mano al hombro y ¡puf!, ahí está el duendecillo. Le toca una pata, otra pata, y llega a meterle un dedo en la nariz. Y en ese momento el duendecillo desaparece. Las siguientes veces que lo busque lo hará convencido y ansioso, y tras quince intentos frustrados, empezará a desistir; sin embargo, al décimosexto intento volverá a palpar los dedos de las manos del duendecillo y la hoguera del delirio se avivará de nuevo. Y así hasta el infinito. 

Quizás todo lo que acabo de ordenar tan educadamente no sea más que una maniobra muy bien organizada para justificar mis delirios. Quizás sea, ¿cómo lo llaman?, tirar el dardo y pintar la diana. Seleccionar, de los miles de millones de conchas de la playa, las tres que son rojas e iridescentes y colocarlas en un museo, y organizar a su alrededor una exposición y una muestra cultural sobre cómo las conchas rojas son características de nuestra playa en cuestión. En resumen, tergiversar, magnificar, distorsionar. 
Ahora, imaginemos que las conchas rojas son venenosas. ¿No montaríamos un operativo de protección civil alrededor de esas conchas? ¿No intentaríamos encontrarlas y aislarlas del resto para evitar daños? Finalmente, hablamos de lo mismo: de prioridades. De a qué otorgamos o dejamos de otorgar importancia. De qué lugar de la escala asignamos a cada elemento. 



O quizás simplemente hoy estoy siendo incapaz de asumir la incertidumbre. Quizás hoy estoy siendo muy, muy, profundamente incapaz de comprender que me han diagnosticado una enfermedad crónica de la que no se conoce la causa ni una cura efectiva; y, aunque es probable que pueda llevar una vida normal, y es extremadamente poco probable que me vaya a morir de esto, también hay un pequeño margen de que no sea todo como en los sueños húmedos del jodido míster Wonderful, y que todo termine muy mal. O peor, que no termine, que se eternice y nunca acabe y me esperen años de espera y sufrimiento como brasa a medio quemar. Quizás hoy estoy siendo incapaz de hacer nada que no se agarrarme a esos números rojos porque, joder, tengo muchos defectos: no sé aparcar el coche, me pongo de mal humor cuando tengo hambre, odio fregar los platos y soy muy pesimista. Es lo que hay. Venía en el paquete. 

Hoy he intentado decapar de pintura una miniatura de plástico en la que estaba trabajando, y al sumergirla en acetona he estropeado algunos detalles, entre ellos los detalles más finos de la cara. Y me ha parecido una metáfora odiosa de cómo me siento: como si me estuviese disolviendo. Como nadando en una piscina infinita de alquitrán caliente. 

martes, 4 de febrero de 2020

1

Desde que todo empezó el 13 de diciembre llevo dándole vueltas a esto. He pasado por un auténtico carrusel emocional que me ha resultado profundamente agotador, aunque es evidente que he aprendido mucho, muchísimo, sobre mí y sobre la condición humana, sobre la enfermedad, sobre la juventud, sobre los límites del dolor, sobre la muerte.

Sin embargo hay una pregunta que hoy, día 4 de febrero, no soy capaz de contestar. Tengo veintisiete años, y un recorrido vital a mis espaldas que daría para estar hablando varios días sin parar. En alguna ocasión he intentado hacer uno de esos posts en redes sociales en los que la gente recopila sus logros o su evolución en los últimos diez años, y lo he tenido que dejar por no ser capaz de terminarlo, por lo extenso que me quedaba siempre. Nunca he sido capaz de seleccionar los acontecimientos más importantes, porque tengo la sensación de haber vivido desde que nací bajo un foco constante - no recuerdo haberme aburrido nunca. Ni para bien, ni para mal. Siempre he sido una niña estudiosa, pero una de las cosas que peor he hecho ha sido resumir; cuando estudiaba, me aprendía cada palabra, cada punto y cada coma, y sólo era capaz de hacer esquemas cuando todo el texto estaba en mi cabeza, letra por letra. No olvidaba nada. No olvido nada.

Así, la pregunta que sigo siendo incapaz de contestar es: ¿qué quiero contar? ¿cuál es mi dramatis personae? ¿cuál es mi motivo de consulta? Creo que va a ser una pregunta complicada, aunque sí tengo claro que no quiero escribir unas memorias, y no sé hasta qué punto es buena idea escribir una especie de diario en un blog que tiene casi setenta mil visitas. Pero allá vamos.

Esta es mi historia.

domingo, 2 de febrero de 2020

¡Estamos de vuelta!

En estos seis meses me ha cambiado la vida. Cuando uno se pregunta por dónde empezar a contar una historia, la respuesta que primero viene a la cabeza es "desde el principio", aunque esa no siempre tiene por qué ser la respuesta correcta.