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domingo, 9 de septiembre de 2018

Era tarde, es todo lo que recuerdo.
Era tarde y yo era nueva.
Y ellos entraron por la puerta y todo se iluminó.
Ella joven, hermosa, con el pelo por la cintura y un brillante anillo en el dedo.
Él delicado, con una voz musical y unos ojos centelleantes hundidos en unas bolsas de piel alarmantemente pálida.
Se miraban entre chispas, con el peso de ese amor recién estrenado y recién comprometido, con los ojos tensos y el corazón en un puño.
- ¿En qué puedo ayudarte?
- Tengo el mentón dormido.
Alzo una ceja. Qué curioso, casi un síntoma menor, algo que sería difícil tomar en consideración o dar importancia. Quizás, si él no hubiera seguido hablando, le habría recomendado acudir a su médico de cabecera y le habría tranquilizado, mandándole a casa.

Pero siguió hablando.

- La verdad es que llevo como un mes con un dolor de cabeza un poco molesto. Me duele casi cada día, por aquí - se señala la frente - y apenas se me pasa con un calmante. Hace un par de días tuve una crisis fuerte de dolor, y desde entonces tengo toda la barbilla dormida. - Se encoge de hombros, como quitándole importancia al asunto.
- Verá, doctora, venimos del viaje de novios... Nos casamos hace un mes y medio - ella sonríe mientras lo menciona casi por casualidad -  y está muy cansado. Cada día estaba peor, incluso con dificultad para respirar, y algunas noches ha tenido fiebre.

Se me encendió la bombilla roja. Recuerdo el corazón acelerado y el cerebro trabajando a mil por hora. Pero no puede ser, me decía a mí misma, es demasiado joven. Seguramente no sea más que una gripe, o una mononucleosis, quién sabe, pero este chico es demasiado joven para tener algo más grave, me decía a mí misma mientras le reconocía.

- ¿Qué puede ser, doctora? - me preguntó ella, hablándome de usted a pesar de que tendrá cinco o seis años más que yo (que, en aquella noche calurosa, contaba con veinticuatro años).
- No tengo ni idea - le contesté, mirándola a los ojos, con honestidad - pero no os preocupéis, vamos a hacerle una analítica general y luego llamaré al especialista para que me dé su opinión. Vamos a asegurarnos de que todo anda bien.

Ambos sonrieron ante mi sinceridad, y el aire pareció aligerarse un poco. Se tranquilizaron, y esperaron a las pruebas. Cuando llegaron los resultados, no pude darles buenas noticias. La analítica era una auténtica catástrofe, y antes de que yo pudiera ni siquiera pensar en qué podría estar pasándole a aquel chico, los compañeros de Medicina Interna lo habían ingresado a su cargo. Cuando terminó la guardia y pude respirar, leí y releí su nombre en las etiquetas identificativas tantas veces que terminé por aprendérmelo. La nube negra, el presagio ominoso, flotaba aún en mi consulta incluso horas después de haberse marchado.

Pasaron tres o cuatro días, y no podía quitármelo de la cabeza. Una mañana no resistí más y consulté su historia clínica. Cada frase que leía me quitaba un poco más el aliento. Sospecha de síndrome linfoproliferativo. Pendiente de TAC de cuerpo entero. Masa mediastínica que invade estructuras vasculares. Pendiente de resultado de biopsia. Linfoma.

A aquel chaval recién casado se lo estaba comiendo un cáncer. Un maldito cáncer.

¿Y qué hay de la barbilla dormida?, me pregunté.

El tacto, el frío, el calor, toda la sensibilidad es vehiculada en el cuerpo humano por distintos nervios. Esa diminuta red de cableado amarillento se extiende como una tela de araña por debajo de nuestra piel, y cada cable tiene su propio nombre. El que recoge las sensaciones de la barbilla se llama nervio alveolar o lingual, y es rama de otro nervio que parte de la base del cráneo. Cuando hay alguna enfermedad extendida por la base del cráneo o por los finos tejidos que la recubren, las meninges, pueden aparecer este tipo de síntomas.

El cáncer no sólo se lo estaba comiendo desde el pecho, sino que también había plantado semillas en su cerebro. Todo cuadró: el dolor de cabeza, el cansancio, los mareos, la fiebre.

Me recuerdo subiendo las escaleras hacia la quinta planta, donde estaba su habitación, y encontrarme con su recién estrenada esposa bajando la escalera. Le sonreí.

- ¿Cómo estáis?
- Ah, hola... - me saludó distraída - Bien, bien, bueno, vamos tirando. - Me dedicó una de las miradas más tristes que he visto en mi vida, y siempre la recordaré allí, en medio de la escalera, dos escalones por encima de mí, mirándome con el peso del mundo sobre sus hombros.
- Subía a saludaros. He estado leyendo un poco la historia en el ordenador - suspiré - ¿qué os han dicho?
- Cáncer. Y de los malos. Mañana empieza la quimioterapia.
- ¿Él lo sabe? - pregunté, sin saber qué respuesta esperaba.
- Sí, más o menos. No pregunta mucho, no tiene muchas ganas de ver a nadie.
- Claro, es normal - bajé los hombros - entonces no le molesto. ¿Te importa decirle que me he interesado? Dentro de unos días volveré a subir, a ver si está más animado.
- Por supuesto que se lo diré. Me ha preguntado por ti esta mañana.

No pude evitar una sonrisa triste. Normalmente los médicos debemos mantener la neutralidad con los pacientes y evitar implicarnos demasiado con ellos, pero aquella mañana ni ella ni yo pudimos evitarlo y nos fundimos en un abrazo breve e intenso.

No volví a verla hasta dos meses después. Yo caminaba por el pasillo del hospital hacia mi consulta de guardia, y la vi de espaldas, con el pelo recogido en una coleta y una camisa blanca. A su lado, un hombre delgado y blanco como la nieve en silla de ruedas, calado con una gorra hasta las cejas y cubierto por una mascarilla. Sólo se veían los ojos; había perdido hasta el pelo de las cejas y las pestañas.

No puede ser él, me dije.

No puede ser.

Pero era él.

Temo el día en que la vea a ella, y sólo a ella, caminando por los pasillos. Ojalá nunca llegue ese día.

[Llamadme la reina de empezar proyectos y nunca terminarlos. ¿Por qué será que mi cerebro crea cientos de ideas nuevas, pero luego nunca soy capaz de terminarlas?]


1. El nacimiento



- ¡Vamos, ahora tienes que dar un empujón muy fuerte! – dice la matrona mientras agarra la mano de Marina con fuerza - ¡tú puedes, ya está casi! ¡a la de tres! ¡una… dos… y tres! ¡¡EMPUJA!!

- No… No puedo… ¡No puedo más! – dice Marina mientras empuja con toda la fuerza que su exhausto cuerpo le permite.

Lleva dieciocho horas de parto, y a cada minuto se siente más cerca de desfallecer. El dolor que la atraviesa desde las ingles hasta la cabeza es indescriptible, y siente que su cuerpo se está partiendo en dos de lado a lado. Empieza a llorar de nuevo.

El olor que impregna el paritorio es denso y una mezcla extraña entre acre y dulce. Domina el olor pesado de la sangre que se acumula en el suelo, y de fondo flota olor a heces, a sudor, a lágrimas, a desinfectante hospitalario, e incluso por los resquicios de la puerta se cuela el olor a limón del friegasuelos del pasillo. El estudiante de medicina que observa la escena pegado a la pared del paritorio huele a tabaco, la matrona huele a colonia de flores, el ginecólogo que pelea por la vida del bebé entre las piernas abiertas de Marina huele a sudor y a falta de sueño. El olor es tan denso que empaña las ventanas.

- ¿Cómo vamos, Doctor? – pregunta la matrona.

- Estamos en ello – contesta él, dedicándole una mirada tensa y ¿avisadora? – Marina, no decaigas, lo estás haciendo estupendamente. Creo… - cavila un momento y traga saliva.

- ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Pasa algo? ¿Mi bebé? – Escupe Marina, incoporándose sobre el potro y mirando al médico por encima de su vientre y entre sus propias rodillas. Sus ojos son anhelantes y desesperados, y llora sin parar.

- Ya tengo la cabeza – le contesta el médico - ¡¡EMPUJA!! – grita.

Marina, finalmente, reacciona. Toma aire por la nariz de forma ruidosa y expulsa, por fin, todas sus energías restantes por ese cañón de sangre y vida que se le ha formado entre las piernas. El alivio es instantáneo: siente una presión que aumenta hasta un pico insoportable y, en menos de un segundo, desaparece. Ahora pesa tres kilos menos, y respira con más facilidad, y no puede parar de llorar, pero al instante la invade la ola de oxitocina y comienza a reír descontroladamente. Levanta la cabeza, temblorosa, y deja de reír al instante cuando no ve al médico entre sus piernas. Tampoco oye nada. Debería oír algo, un llanto, un gemido, algo. La matrona, el estudiante de medicina, el médico, un enfermero y dos doctoras jóvenes salidas de la nada se agolpan alrededor de la cuna blanca. Marina sólo ve sus espaldas, no puede ver a su hijo, y tampoco lo oye. ¿Por qué no lo oye?

- Pásame las pinzas, Ana – dice el médico con voz grave. – Y el Ambú.

- Ahí lo llevas. – una de las doctoras jóvenes le alcanza las largas pinzas, así como una especie de globo azul de plástico conectado a una minúscula máscara y a una toma de oxígeno en la pared – Dale la vuelta y estimúlalo, a ver si… - se interrumpe y lanza a Marina una fugaz mirada por encima del hombro.

- No – responde el médico – necesito una cánula Guedel ya. Y que alguien avise a UCI.

- Guedel – dice la matrona conforme le alcanza un tubo de plástico minúsculo – voy a por el monitor. Lucía, avisa tú a UCI – se dirige ahora a la otra doctora joven.

- Ahora mismo – responde ella - ¿Vas a iniciar RCP? – dice mientras saca un teléfono móvil del uniforme verde de hospital y marca un número de cuatro cifras.

- Sí – responde el médico – no hay respuesta. Está muy cianótico y… mierda, mierda – dice con voz grave – le están saliendo petequias. ¡Joder!

Marina vuelve a llorar. Sigue sin ver a su hijo, pero ahora la espalda del médico se mueve arriba y abajo rítmicamente, sus hombros se hunden unos centímetros y vuelven a subir. Marina no sabe lo que está haciendo, pero se lo intuye. Y todavía no oye a su hijo.

De repente, un dolor súbito y una sensación de plenitud muy incómoda la invade de nuevo. Siente como si estuviera pariendo de nuevo, y un chorro de sangre caliente se le derrama entre los glúteos. Lanza un grito de dolor, y las doctoras jóvenes se vuelven hacia ella.

- Mierda, la placenta – dice Ana – me pongo con la mamá, ¿de acuerdo, doctor?

- Claro – concede él.

Cuando la doctora se retira del muro de espaldas, Marina ve por primera vez a su bebé; o, mejor dicho, una parte de su bebé. Unas piernecitas rechonchas se sacuden espasmódicamente al ritmo de las compresiones del médico. Marina lanza otro grito cuando, tras adaptarse sus ojos a la luz, se da cuenta del enfermizo color morado oscuro de las piernas de su hijo.

- Tranquila, querida. Vamos a sacar esta placenta, ¿vale? Y antes de lo que imaginas esto estará hecho – le dice la doctora con una sonrisa y acariciándole la mano. Acto seguido se sienta entre sus piernas y tira gentilmente de la masa de sangre y tejido que se desliza fuerza de Marina.

- ¿Está muerto? – dice ella con voz seca – decidme algo, por favor – implora.

Justo en ese momento, una tosecita aguda y débil se escapa de la boca del bebé, y acto seguido un gemido largo y agotado. Al menos es algo, se dice Marina.

- ¡Venga! – exclama el doctor - ¡Aguanta, pequeño! – rápidamente le encaja la máscara en la cara y comienza a apretar el globo azul de forma rítmica. – sacadme una gasometría urgente, por favor – pide al aire.

- UCI ya está aquí – dice la doctora, Lucía, asomando la cabeza por la puerta.

Un segundo después, la pequeña estancia blanca se ha llenado de gente. Al menos seis hombres y mujeres vestidos con uniformes azules se arremolinan alrededor de la cuna, y desplazan rápidamente al estudiante de medicina y a la matrona. Hablan entre ellos, y a pesar del aparente caos todos parecen tener claro su papel. Un doctor con barba y gafas de carey está sacando de un carro que han traído unos tubos envueltos en plástico, y en la mano lleva un instrumento metálico con forma de ele. Una doctora con una apretada cola de caballo y el pelo veteado de canas tiene la cabeza inclinada hacia el ginecólogo, y hablan prácticamente en voz baja. Marina apenas escucha algunas palabras sueltas, y no las comprende. La voz del médico con gafas de carey se alza sobre el murmullo general, y Marina sí oye esta palabra: Intubamos. Puede ver claramente cómo el médico toma entre las manos el instrumento con forma de ele y lo encaja en la boca de su hijo, abre uno de los tubos de plástico y lo desliza dentro de la boca del pequeño. Esto es lo último que soporta: lanza un grito, siente cómo su vista se nubla y siente una sensación de calor y mareo que le sube hacia el cuello. Deja caer la cabeza hacia atrás y pierde el conocimiento.