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domingo, 9 de septiembre de 2018

[Llamadme la reina de empezar proyectos y nunca terminarlos. ¿Por qué será que mi cerebro crea cientos de ideas nuevas, pero luego nunca soy capaz de terminarlas?]


1. El nacimiento



- ¡Vamos, ahora tienes que dar un empujón muy fuerte! – dice la matrona mientras agarra la mano de Marina con fuerza - ¡tú puedes, ya está casi! ¡a la de tres! ¡una… dos… y tres! ¡¡EMPUJA!!

- No… No puedo… ¡No puedo más! – dice Marina mientras empuja con toda la fuerza que su exhausto cuerpo le permite.

Lleva dieciocho horas de parto, y a cada minuto se siente más cerca de desfallecer. El dolor que la atraviesa desde las ingles hasta la cabeza es indescriptible, y siente que su cuerpo se está partiendo en dos de lado a lado. Empieza a llorar de nuevo.

El olor que impregna el paritorio es denso y una mezcla extraña entre acre y dulce. Domina el olor pesado de la sangre que se acumula en el suelo, y de fondo flota olor a heces, a sudor, a lágrimas, a desinfectante hospitalario, e incluso por los resquicios de la puerta se cuela el olor a limón del friegasuelos del pasillo. El estudiante de medicina que observa la escena pegado a la pared del paritorio huele a tabaco, la matrona huele a colonia de flores, el ginecólogo que pelea por la vida del bebé entre las piernas abiertas de Marina huele a sudor y a falta de sueño. El olor es tan denso que empaña las ventanas.

- ¿Cómo vamos, Doctor? – pregunta la matrona.

- Estamos en ello – contesta él, dedicándole una mirada tensa y ¿avisadora? – Marina, no decaigas, lo estás haciendo estupendamente. Creo… - cavila un momento y traga saliva.

- ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Pasa algo? ¿Mi bebé? – Escupe Marina, incoporándose sobre el potro y mirando al médico por encima de su vientre y entre sus propias rodillas. Sus ojos son anhelantes y desesperados, y llora sin parar.

- Ya tengo la cabeza – le contesta el médico - ¡¡EMPUJA!! – grita.

Marina, finalmente, reacciona. Toma aire por la nariz de forma ruidosa y expulsa, por fin, todas sus energías restantes por ese cañón de sangre y vida que se le ha formado entre las piernas. El alivio es instantáneo: siente una presión que aumenta hasta un pico insoportable y, en menos de un segundo, desaparece. Ahora pesa tres kilos menos, y respira con más facilidad, y no puede parar de llorar, pero al instante la invade la ola de oxitocina y comienza a reír descontroladamente. Levanta la cabeza, temblorosa, y deja de reír al instante cuando no ve al médico entre sus piernas. Tampoco oye nada. Debería oír algo, un llanto, un gemido, algo. La matrona, el estudiante de medicina, el médico, un enfermero y dos doctoras jóvenes salidas de la nada se agolpan alrededor de la cuna blanca. Marina sólo ve sus espaldas, no puede ver a su hijo, y tampoco lo oye. ¿Por qué no lo oye?

- Pásame las pinzas, Ana – dice el médico con voz grave. – Y el Ambú.

- Ahí lo llevas. – una de las doctoras jóvenes le alcanza las largas pinzas, así como una especie de globo azul de plástico conectado a una minúscula máscara y a una toma de oxígeno en la pared – Dale la vuelta y estimúlalo, a ver si… - se interrumpe y lanza a Marina una fugaz mirada por encima del hombro.

- No – responde el médico – necesito una cánula Guedel ya. Y que alguien avise a UCI.

- Guedel – dice la matrona conforme le alcanza un tubo de plástico minúsculo – voy a por el monitor. Lucía, avisa tú a UCI – se dirige ahora a la otra doctora joven.

- Ahora mismo – responde ella - ¿Vas a iniciar RCP? – dice mientras saca un teléfono móvil del uniforme verde de hospital y marca un número de cuatro cifras.

- Sí – responde el médico – no hay respuesta. Está muy cianótico y… mierda, mierda – dice con voz grave – le están saliendo petequias. ¡Joder!

Marina vuelve a llorar. Sigue sin ver a su hijo, pero ahora la espalda del médico se mueve arriba y abajo rítmicamente, sus hombros se hunden unos centímetros y vuelven a subir. Marina no sabe lo que está haciendo, pero se lo intuye. Y todavía no oye a su hijo.

De repente, un dolor súbito y una sensación de plenitud muy incómoda la invade de nuevo. Siente como si estuviera pariendo de nuevo, y un chorro de sangre caliente se le derrama entre los glúteos. Lanza un grito de dolor, y las doctoras jóvenes se vuelven hacia ella.

- Mierda, la placenta – dice Ana – me pongo con la mamá, ¿de acuerdo, doctor?

- Claro – concede él.

Cuando la doctora se retira del muro de espaldas, Marina ve por primera vez a su bebé; o, mejor dicho, una parte de su bebé. Unas piernecitas rechonchas se sacuden espasmódicamente al ritmo de las compresiones del médico. Marina lanza otro grito cuando, tras adaptarse sus ojos a la luz, se da cuenta del enfermizo color morado oscuro de las piernas de su hijo.

- Tranquila, querida. Vamos a sacar esta placenta, ¿vale? Y antes de lo que imaginas esto estará hecho – le dice la doctora con una sonrisa y acariciándole la mano. Acto seguido se sienta entre sus piernas y tira gentilmente de la masa de sangre y tejido que se desliza fuerza de Marina.

- ¿Está muerto? – dice ella con voz seca – decidme algo, por favor – implora.

Justo en ese momento, una tosecita aguda y débil se escapa de la boca del bebé, y acto seguido un gemido largo y agotado. Al menos es algo, se dice Marina.

- ¡Venga! – exclama el doctor - ¡Aguanta, pequeño! – rápidamente le encaja la máscara en la cara y comienza a apretar el globo azul de forma rítmica. – sacadme una gasometría urgente, por favor – pide al aire.

- UCI ya está aquí – dice la doctora, Lucía, asomando la cabeza por la puerta.

Un segundo después, la pequeña estancia blanca se ha llenado de gente. Al menos seis hombres y mujeres vestidos con uniformes azules se arremolinan alrededor de la cuna, y desplazan rápidamente al estudiante de medicina y a la matrona. Hablan entre ellos, y a pesar del aparente caos todos parecen tener claro su papel. Un doctor con barba y gafas de carey está sacando de un carro que han traído unos tubos envueltos en plástico, y en la mano lleva un instrumento metálico con forma de ele. Una doctora con una apretada cola de caballo y el pelo veteado de canas tiene la cabeza inclinada hacia el ginecólogo, y hablan prácticamente en voz baja. Marina apenas escucha algunas palabras sueltas, y no las comprende. La voz del médico con gafas de carey se alza sobre el murmullo general, y Marina sí oye esta palabra: Intubamos. Puede ver claramente cómo el médico toma entre las manos el instrumento con forma de ele y lo encaja en la boca de su hijo, abre uno de los tubos de plástico y lo desliza dentro de la boca del pequeño. Esto es lo último que soporta: lanza un grito, siente cómo su vista se nubla y siente una sensación de calor y mareo que le sube hacia el cuello. Deja caer la cabeza hacia atrás y pierde el conocimiento.

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