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jueves, 28 de febrero de 2019

Aquella noche de marzo,

entre el humo y las notas flotando en el aire,
entre los piojos y el sudor,
y mirando por encima de la espuma de mi cerveza,

te encontré.

Te cruzaste en mi mirada, y, dios me perdone,
construí en mi cabeza una vida en un segundo.

Y, dios me perdone, tuve valor de buscarte,
de llamar a tu puerta, pensando,
que quizás no estaba todo perdido,
que quizás tú también estabas solo
y pasabas frío por las noches
y soñabas
con viajar, con un poco de locura, con rozar las manos de alguien bajo las mantas,
y,
bendita mi suerte (o mi intuición),
me cogiste la mano y me seguiste en este camino.

Y han pasado los días, los meses,
y hemos crecido, hemos aprendido, nos hemos amado con la fuerza de mil soles,
nos hemos amado tanto que a veces me preguntaba
si estaríamos dejando algo para el resto del universo,
para el resto de nuestras vidas.

Y ahora, en la calma que sigue a la tormenta, me siento a tu lado
y te miro
Y sólo quiero, cada día,
tus manos sobre las mías
en esos momentos eléctricos que preceden al alba.
Quiero tu voz, adormilada, cada mañana.
Quiero hacerte café
y aprender cómo te gustan las tostadas.
Quiero verte andar por casa con tus calzoncillos blancos,
y reírme de tus camisas de flores,
y de esos pijamas de invierno, absurdos en este clima tropical.
Quiero reclamarte mis gomas del pelo robadas,
ver tus cómics desperdigados por todas partes,
y escucharte dormir en el asiento del copiloto, mientras conduzco persiguiendo el horizonte.
Y cantar contigo en el coche, a voz en cuello, con las ventanas abiertas,
sorprenderme con tu pelo,
apostar a qué color serán tus ojos esta tarde.
Quiero mirarte mientras estudias,
y sorprenderte dormido en el sofá.
Quiero ir contigo a la playa,
y a la vuelta llenar toda la casa de arena.
Quiero ver contigo todas las auroras boreales,
y todos los atardeceres.
Quiero volver a una casa caliente, y encontrar tu sonrisa.
No quiero decirte adiós nunca más.