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sábado, 12 de mayo de 2018

Hermana, yo sí te creo

Sábado, 12 de mayo, 4:45 de la madrugada, Málaga. 
Vuelvo a casa. 
¡Vaya horas!, pensaréis, ¿dónde va una mujer sola a las cinco de la mañana un sábado? Si es que lo van pidiendo... 
Salgo de trabajar. Desde el viernes a las 8:00 de la mañana, cuando me puse la bata y el fonendo al cuello y empecé la jornada, hasta ahora, han pasado 20 horas y más de cincuenta pacientes. Salgo por la puerta de urgencias con la mochila al hombro y aún con el pijama blanco puesto, con su tímido toque de color en forma de escudo verde del Servicio Andaluz de Salud, porque hoy no he tenido fuerzas para quitarme el uniforme. 

Me duelen las piernas, los tobillos, la espalda, me duele la cabeza, estoy algo acatarrada y no he parado de toser en todo el día. Estoy deshidratada, llevo seis o siete horas sin beber agua. Al menos hoy he podido cenar algo. Estoy rendida, agotada, vapuleada. Soy una sombra. 

Voy pensando en ellos, como siempre. Voy pensando en los pacientes, en sus caras, en sus dolores y en sus analíticas catastróficas, rezando por no haber cometido muchos errores esta noche y por haber ayudado, al menos, a uno de ellos. Sí, rezando, porque cuando se trabajan veinte horas seguidas, el cometer o no errores depende casi únicamente de cómo de fuerte seas capaz de rezar. 

Subo la calle arrastrando los pies, giro a la derecha y veo la esquina de mi casa de lejos. Por suerte, vivo cerca del hospital. Apenas hay trescientos metros de calle, pero encuentro en mi camino un muro. Un grupo de personas, al principio me parecen una turba enfurecida, y luego parpadeo y me doy cuenta de que son seis o siete hombres (quizás ocho, o diez). Están sentados alrededor de un banco y sobre él, algunos de pie, y hasta hay uno que hace equilibrios imposibles sobre una papelera, como un funambulista borracho. El móvil de uno de ellos llena el aire fresco de la noche de una música machacona. Hay botellas por el suelo, bolsas de pipas, alguna chaqueta colgada. Uno se ha quitado la camiseta. 

Me han visto. 

Empieza a sonar música de película de miedo. Algunos vuelven la cara hacia mí, y gritan cosas. No les entiendo. No se mueven de donde están, gracias al cielo, pero gritan cosas. Oigo: "guapa", "dame tu teléfono", "vente para acá" y, lo más ridículo de todo, una frase demasiado compleja y muy mal construida sobre que a uno de ellos le duelen los testículos y necesita un reconocimiento médico. 
Me estoy empezando a cabrear. Levanto la barbilla y aprieto el paso. No les miro, pero no bajo los ojos. Que no huelan el miedo. Siguen gritando, pero no se mueven. Gracias al cielo. Me alejo, y los gritos se van apagando. Se ríen. Llevo las llaves en la mano, apretadas. Cuando llegue a casa veré las marcas de los dientes de la llave en la palma de mi mano. Abro el portal casi de una patada, como un placaje, con el corazón a cien y sabor a hojalata en la boca. Malditos cabrones. Tengo un cabreo de mil demonios. 

Cierro la puerta de casa y echo la llave. Suelto el bolso, me quito (por fin) el uniforme y me tumbo en la cama. Esta noche he tenido suerte, porque no se han movido y sólo querían gritar. Otras como yo no han tenido tanta suerte. Pienso en ellas. Aún oigo a los hombres reír y gritar, me llegan sus rugidos flotando por la ventana. 

Pienso en ellas. Ojalá hubieran tenido, como yo, tanta suerte. 

HERMANA, YO SÍ TE CREO. 



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