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lunes, 2 de abril de 2018

Actualizamos: por ahora lo llamaremos "E-life"


Capítulo 1: motivo de consulta


1.     Stephan

Stephan suspiró y se frotó la frente con el dorso de la mano. La bata blanca le rozó la piel y sintió las ya familiares descargas eléctricas descendentes en un lado de la cara. La mierda de chips liberadores de analgésicos que se había comprado para prevenir la migraña no iban a hacer más que darle problemas.
Se levantó trabajosamente del sillón en el que estaba apoltronado, dejando a un lado el informe médico que había escrito y revisado más de una veintena de veces; seguía sin estar a gusto con el maldito papelajo, y no sabía por qué. No saber cosas lo ponía nervioso. Cogió la gruesa carpeta de seguimiento, la roja, y se la encajó bajo el esquelético brazo antes de salir. Pronto necesitaría un codo nuevo.
Las suelas de goma de sus zapatillas deportivas chirriaban contra el suelo de linóleo del pasillo del centro de investigación. Las luces estaban apagadas, y Stephan se movía guiado por la tenue penumbra amarillenta y sucia que se colaba por entre las rendijas de los filtros de aire, aunque sobre todo por el profundo conocimiento que tenía de aquellos pasillos.
Giró a la izquierda en el control de enfermería, cerrado a esas horas de la noche (los suplementos de melatonina financiados por el gobierno para suplir la falta de sol eran algo normal en la vida de la gente) y se encontró con la puerta del pasillo abierta. - ¿Qué cojones? - dijo en voz alta, y dio un paso adelante. El corredor con las habitaciones 1 a 40 se extendía ante él, bañado en su principio por una luz amarilla sucia que emanaba de la habitación número 1. En las primeras 5 habitaciones colocaban a los sujetos más nuevos, aquellos que acababan de entrar en el estudio. Los más complicados. Los que más tendencia tenían a arrancarse los implantes y a pedir la eutanasia a gritos; esas cosas no eran buenas para los nervios de Harra, la enfermera jefe; tampoco para los de Stephan, que a veces hasta los perdía.
Corrió de vuelta al puesto de enfermeras y, en un abrir y cerrar de ojos, se llenó los bolsillos de la bata con tres pares de guantes, varios botes de solución alcohólica para desinfectar, algunos paquetes de ese asqueroso hilo auto – anudable que acababa de desarrollar la Bayer (o la Santa Madre Farmacéutica, como la llamaba Harra), dos pares de pinzas y una mascarilla. Cuando llegó a la habitación, aún anudándosela, se paró en seco. Doel, el estudiante de salud que pasaba con él las mañanas, estaba inclinado sobre la cama del sujeto número 1 y le suturaba con manos torpes la herida de la espinilla; esa maldita herida que, desde que se la abrió la segunda noche de su estancia en el centro, no había parado de dar problemas. Stephan entró bruscamente a la habitación 

       ¿Se puede saber qué cojones estás haciendo? - interpeló al chico.
       Doc... doctor... se había abierto la herida otra vez, y... no – no podía hacer que pa... pa... parase de san... sangrar, y... - cuando estaba nervioso, el insulso pelirrojo tartamudeaba, lo que hacía que a Stephan le pareciera aún más blando e inútil.
       Cállate. - atajó. Se dirigió hacia la cama y se colocó al lado del sujeto, que miraba al techo con su ojo humano fijo, y el mecánico temblando espasmódicamente en su cuenca inflamada.

Tenía sangre en las mejillas, trazos gruesos y desvaídos que debían llevar allí varios días. Olía a mierda y a orina. El implante del ojo tenía una pinta asquerosa, se dijo Stephan, cada día peor. Los agarres se habían movido y había dejado tras de sí su rastro en forma de incisiones profundas en la piel. Incluso en los superiores se podía intuir el blanco desvaído del hueso frontal. Además, del ángulo lagrimal de la cuencia artificial goteaba un pus azulado y apestoso; pero era demasiado azul. En ese momento Stephan se dio cuenta de algo que lo hizo ponerse aún más nervioso: quizás no era pus, sino una fuga del vítreo del ojo biónico. Si así era... probablemente estuviera ya en el sistema nervioso, y el sujeto número 1 era ya prácticamente pasto de los carros – horno. Lo que más le molestó a Stephan de todo aquello era que al día siguiente tendría que aguantar a algún radiólogo subido de tono para que le hiciera una resonancia magnética a aquel desgraciado. Y además esa noche le tocaría anotarlo todo. Se inclinó sobre el sujeto para ver de más cerca la pupila, y en ese momento el hijo de puta se revolvió y fijó el ojo humano en Stephan. De su boca llena de costras no salió más que un gorgoteo bien entendible:
       Máteme. - Stephan hizo una mueca de asco y se alejó unos centímetros.
       Que te calles, joder – fue toda su respuesta.
Suspiró y luego posó sus ojos en Doel, que estaba terminando otra sutura terriblemente mal realizada. Salió de la habitación arrastrando los pies y miró hacia el pasillo vacío a su izquierda. Tenía que terminar la ronda antes de las cinco de la mañana, o ese día no iba a dormir una puta mierda.

2: Meera

Meera abre la puerta de su apartamento con la mano derecha e ignora, por última vez, la corriente de dolor que le sube hasta la escápula. Traspasa el umbral y cierra a su espalda con una patada distraida; los pistones mal engrasados del tobillo metálico de su prótesis chirrían; Stephan le había dicho mil veces que tenía que llamar a un técnico y no hacer esos movimientos tan forzados. Se acerca arrastrando los pies hasta el sofá de cuero, soltando en el camino la bolsa que lleva colgada a la espalda. El ordenador integrado de la casa le da la bienvenida por medio de una transmisión aterciopelada directa a su oído, como el susurro de un amante: buenas noches, señorita Vanhaecke. Meera da un respingo y escupe: ¡joder! Siempre igual. - Se recuesta de nuevo en el sofá y se pregunta por qué encargó el aparato en un primero momento. Una vocecilla en su cabeza le responde, pero esta vez es un eco de sí misma, no un mensaje pregrabado de bienvenida: porque te limpia la casa, puta. Si no fuera por el aparato estarías nadando en mugre.

La muchacha abre los ojos, sobresaltada. Apenas queda ruido en la calle y la luz es mortecina. Se ha quedado dormida en el sofá. Enciende la pantalla de su E-life con un toque del dedo índice de la mano izquierda, y se queda mirando aquel recuadro verde encastrado en su antebrazo. Las dos y cuarto de la madrugada, mierda. Mañana le va a doler la espalda. Se despega trabajosamente del sofá, con un nuevo y repetitivo chirrido de protesta del tobillo, y se dirige hacia la cama arrastrando los pies. El E-life vibra con timidez: tienes un mensaje.

-        ¿Pero qué cojones? – dice en voz alta mientras se sienta en la cama y se quita los zapatos con el pie contrario.
-        Meera Vanhaecke, tiene un mensaje de – aquí se produce un cambio de voz que a Meera siempre le resulta cómico – Stephan Daral.

Acto seguido aparece la cara de Stephan en su pantalla, formada por una matriz de líneas verdes y azules (a Stephan le había resultado divertidísimo configurarse a sí mismo con uno de esos temas prefabricados que se podían descargar de la E-tienda por el módico precio de 500 bitcoins, y aquel era el resultado), y suena su voz:

-        Meera, cariño, esta noche tampoco voy a poder ir a dormir a casa. Lo siento. Me han encargado un informe médico más largo que su puta madre y va a ser imposible terminarlo antes de la ronda nocturna. Intentaré llegar lo antes posible después del cambio de turno, ¿vale? Te quiero.

Un pitido, y luego silencio. Meera sacude la cabeza y siente formarse el ya familiar nudo en la base del cuello. Se pregunta si tendrá cáncer de tiroides, o será la jodida depresión. Se echa en la cama aún con la ropa del trabajo puesta, y se duerme casi al instante.



3: Taki

Taki se mete las manos en los bolsillos y pega la espalda a la pared de la marquesina de cristal blindado mientras ve bajar el elevador de la calle Mesly. Viene lleno de gente; estas horas son siempre una auténtica mierda. Rebusca en el bolsillo del abrigo y toca su tarjeta de crédito, la saca y le da un par de vueltas entre los dedos. ¿Quedará dinero para coger ese día el transporte e ir a trabajar? Se pregunta. La incertidumbre.

El elevador frena con un silbido y un resoplido frente a él, y una estampida de gente triste y maloliente se desborda de él como el pus de un absceso recién reventado. Taki espera paciente, y pasa en último lugar, detrás de una mujer mayor con uno de esos implantes semifaciales baratos. La mujer le recuerda a Terminator si tuviese ciento cinco años y se llamase Ophelia. Sonríe ante su propia ocurrencia.

Entra en el vagón, pasa la tarjeta por el lector, dos pitidos, luz verde, alivio. Un día más al límite, piensa, y se sienta en uno de los primeros asientos. Echa una mirada al E-life; todavía son las ocho menos veinte, así que llegará a tiempo al trabajo. Pasa el dedo por la pantalla del E-life, y abre la sección de noticias: como siempre, basura. Corea del Norte realiza el décimo ensayo nuclear esta semana. E-life convoca su reunión anual: reportan ganancias millonarias. Nuevo golpe de estado en Burkina Faso: el país está bajo el dominio de la junta militar. Nuevas aplicaciones para su E-life: ¡toque aquí para ver el menú de ayuda!. El vagón arranca con una sacudida espasmódica y Taki, sobresaltado, apaga la pantalla con un paso del dedo por encima y queda absorto en sus pensamientos, mirando por la ventanilla sucia. Vale, de acuerdo, quizás queda absorto en el culo escultural de una japonesa enfundada en un mono de látex que camina por la acera contraria con aires de femme fatale.

Otra sacudida espasmódica lo saca de su ensoñación, y al mirar a su alrededor repara en que ya ha llegado a su destino: a su izquierda se alza el edificio imponete, grisáceo y ortogonal del Hospital Henri Mondor. Es un edificio antiguo construido casi trescientos años antes; o, al menos, el enclave lo es, ya que Taki no cree que tras las múltiples reformas que ha sufrido quede algo del edificio original.

Un río de trabajadores, grisáceo y frío, se desliza hacia la puerta principal. Algunos estudiantes con vestimentas coloridas e implantes de fantasía se separan del río gris para dirigirse a la facultad de medicina, en un edificio anexo. Taki repara en una chica de unos veinte años de edad, que muestra a sus amigas orgullosa un implante de globo ocular derecho adornado con pequeñas piedras de bisutería engarzadas; cuando lo mira con más detenimiento se da cuenta de que el globo ocular protésico está lleno de un vítreo color rosa chillón y motas de purpurina dorada.

Cae una lluvia fina, aunque pesada. El agua está fría, y Taki cree notar un escozor punzante en la cara con cada gota que le cae. Cientos de científicos han desmontado una y otra vez la teoría de la lluvia ácida, ya lo sabe, pero no puede ignorar esa sensación punzante, como si le picaran rítmicamente mosquitos muy malintencionados en la cara. El cielo tiene un color gris plomizo con una tonalidad verdosa, y parece abombarse hacia la tierra, cargado de nubes. El cielo de París últimamente no se despeja con frecuencia; de hecho, se funde con las aguas espesas y repugnantes del Sena.

Taki alcanza el torno de entrada y pasa su tarjeta identificativa. Las puertas se abren con un pitido y una luz verde. El robot de bienvenida le saluda con su voz monocorde: „Buenos días, señorita Takanawa. Espero que su día sea productivo y placentero. Recuerde que encontrará en su escritorio la notificación de nómina del pasado semestre, así como la relación de objetivos para el semestre próximo. Bienvenida al Mondor. „
De camino hacia el ascensor principal Taki echa una mirada al tablón digital que adorna la pared norte del vestíbulo. Aquí es difícil encontrar cosas interesantes, todo el mundo tiene acceso y puede introducir su anuncio mediante una consola situada en un lateral. Sin embargo, a veces se encuentran cosas curiosas en la sección „Intersalud“: aquí aparecen anuncios y notificaciones de distintos hospitales y centros de investigación, así como información para pacientes y familiares. Taki repara en un anuncio colocado en el centro del tablón: „Centro de Investigación Biomédica Mary Shelley inicia nuevo ensayo clínico. Prueba de materiales nuevos en ciberimplantes de última generación. Se reclutan voluntarios“. Se queda parada unos instantes enfrente del anuncio, con las palabras „Se reclutan voluntarios“ resonando en su cabeza. Finalmente escanea el anuncio con la cámara integrada del E-life, sacude la cabeza y, casi al instante, lo olvida.


4: Stephan

Stephan entra a trompicones en la sala de reuniones: el descomunal reloj digital sobre la larga mesa marca las 7:31.

-        Doctor Daral, gracias por deleitarnos con su presencia – dice con sorna el doctor Olsdaal, fornido y orgulloso jefe de servicio de Neurología y portador de uno de los primeros implantes hipocampales desarrollados casi diez años antes.
-        De nada, Marcus. Siempre es un placer. – contesta Stephan mientras se quita el abrigo y silencia su E-life.

La sala ríe con timidez. Unos quince médicos y neuropsicólogos se sientan a los lados de la larga mesa de reuniones, presididos por la figura herida de Marcus Olsdaal y una descomunal pizarra digital que casi nunca utilizan.

-        Como iba diciendo – retoma Olsdaal mirando a Stephan de reojo – esta reunión de resultados era crucial y debía ser realizada con la mayor celeridad. Hace dos años que iniciamos el estudio Proteus, y aún seguimos teniendo – traga saliva – carencias.
-        Lo sabemos, doctor Olsdaal. Nosotros realizamos el trabajo de campo y somos los más conscientes de ello, pero hay ciertas circunstancias que no podemos modificar, y contratiempos inesperados – le ataja una mujer de unos cincuenta años de piel castaña, con el cabello oculto bajo un pañuelo adornado con formas geométricas azules, con una identificación colgada al cuello y una multitud de bolígrafos agolpándose en el bolsillo de su bata.
-        Lo sé, Farida. Pero no termino de asumir que los contratiempos sean tan importantes que no os permitan continuar... O que os lleven a errores metodológicos y éticos tan importantes como los que he visto esta semana – contesta Olsdaal, dirigiendo una mirada incisiva a Stephan.

Se hace el silencio en la sala.

-        ¿A qué te refieres exactamente, Marcus? – ataja Stephan con suspicacia. – Espero que no estés hablando del incidente del módulo 1, ni del material de los implantes oculares, tampoco de la filtración a esa mierda de revista E-yellow de que estamos usando estudiantes para las tareas de auxiliares de enfermería... No sé. Me gustaría recordarte que tú eres el coordinador y jefe del proyecto, y si hay tantos fallos es quizás porque nos tienes arrinconados en la mierda más absoluta y en condiciones tercermundistas...
-        Stephan, me estás cabreando – le cortó Olsdaal – no sé si tengo que recordarte precisamente eso yo a tí: que soy el jefe del proyecto, y además tu jefe, y creo que me debes guardar un cierto respeto.
Se hizo el silencio en la sala. Stephan lanzó a Olsdaal una mirada encendida, ávida y llena de furia, que hizo que los médicos sentados junto a él parecieran encogerse en sus sillas. Se podía cortar el aire con un cuchillo.

-        Podrías empezar a comportarte como tal, entonces, y por una vez bajarte al barro y no sólo defender tus privilegios – escupió Stephan.

Farida abrió la boca en una O atónita, aunque había hilaridad en sus ojos. El equipo de neuropsicólogos en pleno bajó la mirada y se dedicó a la contemplación atenta del suelo de tarima. Marcus Olsdaal se quedó petrificado, y al instante pareció desinflarse dentro de su bata. Miró a ambos lados, incrédulo, y luego volvió a posar la mirada sobre Stephan como preguntándose por qué seguía allí. Éste pareció recoger el testigo de su jefe y salió de la sala con paso neutro, igual que había entrado.

El reloj digital sobre la pizarra marcaba las 7:38.

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