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jueves, 22 de julio de 2010

La Dalia Negra {PARTE I}

Comienzo con un relato de tintes policíacos, algo que escribí a lo largo del año pasado; y a mi profesor de lengua le gustó mucho, dicho sea de paso. Se titula "La Dalia Negra", y lo subiré por partes para que no sea tan pesado de leer.






A




Habitación. Negra. Sucia. Oscura.

Me soltaron en una esquina.

Perdí la noción del tiempo.

Dormí con los dedos en la boca.

Me desperté y vi una mesa y una silla igual de negras. A lo mejor pretendían quitarme las ganas de vomitar y hacer más apetecible la apariencia de la habitación. No lo consiguieron.

Vomité, sin escatimar en aspavientos y gemidos, en una esquina.

Perdí de nuevo la noción del tiempo, no me importó ni me importa ahora.

En un momento dado, entraron dos hombres vestidos de traje. Se acercaron a mí y se dignaron a intentar moverme con sus zapatos. Tras tres segundos de sufrido trabajo, desistieron.

Uno de ellos salió y volvió a entrar acompañado de otra figura, cuyas manos (que me levantaron sin dudar) me sonaban. Me soltó en la silla, como quien suelta un saco lleno de ratas muertas, y se plantó en una esquina de la habitación.

Tenía una cortina de cabello sucio y húmedo sobre la cara, así que al levantar la maltrecha cabeza, solo vi rizos lacios y pegajosos y sombras tras ellos, con lo que volví a bajarla, en un ángulo doloroso e imposible para el cuello. Tenía una raja ancha en la falda, y los hombres de traje se dieron cuenta.

Oí ruido de sillas moviéndose, y dos sombras sentadas frente a mí. Uno de ellos llevaba gafas de media luna. Hice un esfuerzo, más que nada porque los trajeados vieran la sangre y las heridas en mi cara, y me aparté la cortina de pelo de la cara.

Las expresiones de sus caras (asco, asco y más asco) no me importaron. Puse la cabeza todo lo erguida que pude, que no era mucho, y les observé. El de las gafas se adelantó y dijo mi nombre. Le miré. Me hizo una pregunta, muy floreada: “¿tendría usted a bien brindarnos una reconstrucción de los hechos que han tenido lugar en esta tarde?”. La innecesaria construcción de la frase chocó contra las paredes ennegrecidas, igual que mi cabeza contra el suelo cuando me desmayé.


B

Me dio las gracias por haberle atendido tan rápidamente, y se fue con el memorando original. Sobre mi mesa había una copia. “Putos informes de juicios rápidos... “pensé. Luego me vino a la cabeza la hucha de las palabrotas y me despedí de un euro para toda la eternidad.

Me senté en la butaca y abrí el cuadernillo blanco. En la primera página, un “CASO ENEA“ me golpeó con su sobriedad. Hojeé el informe, parándome en las palabras en negrita, y en los huecos. Las cinco últimas páginas, que empezaban con un austero “Testimonio de la acusada” estaban en blanco.

Fruncí la frente y miré el encabezamiento del informe. El epígrafe “Cargos imputados a la acusada” estaba en blanco. También lo estaban el de “Fecha y hora del delito” y el de “pruebas de la defensa”. No así uno de ellos, el de “Posibles causas del delito: Crimen pasional”, que remataba el tono podrido y ocultador del resto del informe, una montaña de palabras vacías que venían a decir que la acusada estaba en estado de shock y que no había pistas de ningún tipo que ayudaran a esclarecer el suceso.

“No puedo firmar esta mierda... “pensé. Y justo después di un golpe en el suelo con el pie y detesté la hucha de las palabrotas. Volví a hojear el informe, convenciéndome cada vez más de que aquello no era un informe policial sino el ejercicio de un examen muy difícil en el que hubiera que rellenar los huecos con los datos disponibles.

Justo en ese momento Victoria asomó su cara pálida y amable por la puerta, sin llamar antes, por supuesto.

- Comisario, en jefatura quieren el informe de...
- Pues los mandas a la mierda – dije mirando aquella montaña de mentiras. – Hasta que no sepamos lo que ha pasado, de aquí no sale ni una sola letra sin mi consentimiento. ¿Claro?
- Como el agua – sonrió y su cabeza eficiente y discreta desapareció por el quicio de la puerta.

Suspiré, y metí el informe en el primer cajón de mi escritorio. Cerré con llave, y
sintiéndome más pesado y desgraciado a cada paso que daba, me encaminé hacia los calabozos. Victoria se cruzó conmigo por el pasillo, arreglando el mundo por teléfono, e indicándome la última sala del pasillo.


C

A ver, yo no es que haya visto nada especial... no sé realmente porqué me han llamado... Ya sé, ya sé que soy su vecina... bueno, que era su vecina. El caso es que esa tarde yo estaba arreglando el jardín. Mi hijo, que tiene tres añitos y está hecho un tiarrón, estaba jugando con el triciclo en el patio de atrás, y yo estaba en el jardín delantero, podando los rosales. Desde allí yo no veía la casa de ellos, y además tampoco escuchaba demasiado. Lo que sí vi y escuché con claridad fue a mi hijo gritando, que venía por la casa hacia el jardín delantero. Llegó hasta donde estaba yo, temblón como un flan, mi niño, y me señaló la casa de al lado entre sollozos y gritos. Llamé a su padre, que consiguió tranquilizarlo, y corrí al jardín trasero. Cuando llegué y me asomé a la valla creo que todo había pasado... Solamente que el cristal de la puerta corredera que comunicaba su cocina con su jardín estaba roto, y por él se asomaban una mano de mujer… empapada… llena de sangre, y una de hombre, igual, y llenas las dos de cristales. Corrí a la casa y el resto, ya lo conocen... No tengo ni la más remota idea de lo que pudo pasar... con lo que se querían...


B

Por supuesto, y como debí haber previsto, el calabozo estaba cerrado. Cuando volví a mi despacho me encontré tres folios mecanografiados y con un rápido membrete estampado sobre la marcha por Victoria: “la trascripción del testimonio grabado de la vecina de la casa, y el de su hijo (debidamente reinterpretado)”.

Lo único que pude sacar en claro de las confusas palabras del niño es que había oído un grito, “como de mamá” dijo él – de mujer, supuse – y después un golpe seco, y el cristal reventando, y las manos cayendo en el umbral de la puerta. La verdad es que el pobre niño no parecía haber entendido nada de lo que había visto.

Me recliné en el respaldo de la butaca y me pasé los dedos por el cabello. Aquello se ponía negro, y no entendía nada. Esa sensación me daba demasiada rabia y me embotaba la mente. En ese momento, gloria divina, entró el fotógrafo de la comisaría. El chaval tenía la cara pálida y traía un fajo de Polaroids impresas en folios en las manos temblorosas. Siempre que lo veía pensaba que tenía la típica pinta de fotógrafo: gafas enormes, camisa extraña, pantalones demasiado anchos, mochila demasiado grande... también pensaba que si fuera empleado fijo no se pasearía por mi comisaría con esa facha.

¿No te han enseñado a llamar a las puertas, chaval? – le solté. Se le descompuso la cara, y para mi disfrute, se le cayeron todos los bultos que llevaba colgado al cuerpo (mochila, cámara de fotos...) excepto las Polaroids cuando intentó moverse. Las dejó sobre una mesita que había junto a la puerta, y salió corriendo.

Sin poder evitarlo, cogí el fajo de fotos entre risitas. La primera hizo que se me cerrara el estómago con sólo un vistazo. Con un examen más minucioso, me fallaron las piernas. Una mujer de largo pelo rizado estaba desnuda y cubierta de trozos de cristal rotos. Sangraba por pequeñas heridas, abrazada en posición fetal a un hombre de piel mortalmente pálida y con las extremidades muy rígidas, que descansaba boca arriba, también desnudo y con una expresión de media sorpresa en el rostro, o en lo que quedaba de él. En la foto se apreciaba deforme, como si su parte trasera estuviera hundida, aunque aún se distinguían las facciones. Alrededor de su cabeza había un halo de sangre brillante, y en el puño cerrado de ella, una flor negra y marchita, que yacía sobre el hombro de él.

El rostro de ella irradiaba una paz eterna e inmutable, aunque en las siguientes fotografías se truncara en angustiosa y contraída, en las que ella, aún viva pero inconsciente, había sido separada de él y estaba en una camilla.

Las siguientes quince o veinte fotografías eran imágenes de la casa. Algunas mostraban un rastro de sangre no muy ancho, a veces más intenso o más aguado, a veces recto u ondulante, recorriendo el suelo de los pasillos y de la cocina; llegaba también al dormitorio y allí formaba un extraño anillo
.
No había nada más. Otra vez en el punto de partida, maldita sea. Otra vez con las manos vacías. Ella, la “neonata” de la primera fotografía, tenía la respuesta y la clave, así que no me quedó más remedio que resignarme a preguntarle.

Salí, y asentí a Victoria cuando me preguntó si quería una copia de la autopsia del muerto, y además le pedí que se tomara declaración al que le hubiera realizado la autopsia sobre si había visto algo inusual en el cuerpo. Enfilé mis pasos a la última habitación, esperando que los funcionarios, animales de despacho, hubieran acabado, y con la absoluta certeza de que sus métodos habían sido totalmente inútiles.


D

Silencio. Oscuridad.

Nada.

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