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lunes, 26 de julio de 2010

Charlas IV

Dos más; éstas, junto con "libre" y "un puñado de líneas" son de mis favoritas. Más luminosas que las dos anteriores, desde luego.


El bebé congelado

- ¿Has leído hoy el periódico? – dijo ella, sin apartar los ojos de la carretera y con las manos firme aunque suavemente plantadas en el volante.

Él negó con la cabeza y alargó la mano hacia la radio del coche. Subió el volumen y cambió de canción; Nueva York en la voz de Frank Sinatra comenzó a invadir la cálida atmósfera del vehículo, dándole ritmo al tiempo que pasaba.

- ¿Por qué lo dices? ¿Han dicho algo interesante? – preguntó él, distraído.
- Una noticia curiosa – contestó ella – por lo visto, han “congelado” – pronunció esta palabra con más énfasis – a un bebé de unos pocos meses de edad, que tenía un problema en el corazón, y han conseguido curarlo así.
- ¿Lo dices en serio? – exclamó él, repentinamente interesado. - ¡Eso es impresionante! – él se recostó en el asiento del copiloto, con una sencilla sonrisa en la boca y sintiéndose maravillado. – Es increíble como avanza la medicina moderna.
- Exacto. – dijo ella con un súbito aire apesadumbrado – Eso es justo lo que yo he pensado.
- ¿Pero…? – la palabra flotó en el aire, y se mezcló con la voz de Sinatra, en su último clímax de la Gran Manzana.

Ella dudó un momento y frunció el ceño levemente. Después, bajó el volumen de la música y dijo:

- Ya sabes que siempre he querido ser médico. Me maravilla esa gente, con sus batas blancas y sus aires de importancia – él soltó una risita – y también con sus conocimientos, todas esas palabras intrincadas que usan y que sólo ellos entienden, y… - dudó – esa especie de poder sobrenatural que tienen de saber qué narices es lo que te está comiendo por dentro; si es una bacteria diminuta con muy mala leche, el virus del SIDA o sólo un vaso de agua con pequeños gusanitos en su interior.
- Además, cuando salen noticias como la del bebé congelado, los médicos y los investigadores parecen héroes, ¿no es cierto?
- Sí, justo. No sólo pueden aprender los miles de métodos para curar que sus predecesores descubrieron, sino también idear nuevos métodos para curar nuevas enfermedades.
- Bonita reflexión – concluyó él.

Se quedaron en silencio mientras recorrían un angosto tramo de carretera, sinuoso y repleto de curvas. El registro musical había cambiado radicalmente; Carlos Gardel cantaba ahora, quejumbroso, a su Buenos Aires querido. Él rompió el silencio:

- ¿Sabes una cosa? Hace poco estaba leyendo un libro de Stephen King; es un libro de relatos cortos, más raro que un perro verde. El prólogo es, sin embargo, muy curioso.
- Debes ser una de las pocas personas del mundo que lee los prólogos de los libros. – interrumpió ella con una media sonrisa.
- Es posible – sonrió – pero lo importante del prólogo es que venía a decir algo así como que, a veces, el autor se había encontrado con fans que le daban la mano con fervor, le decían que son su mayor admirador y una frase del estilo de: “¿sabe?, siempre he deseado escribir”.
- Curioso – se limitó a comentar ella.
- Lo mejor de todo – continuó él – es que el autor estaba muy indignado por eso. Decía que, en ese caso, él siempre contestaba: “Pues yo siempre he querido ser neurocirujano”. Y todo el mundo se quedaba impactado. El autor decía que la única forma de aprender a escribir es escribiendo, entregándose a las palabras, regalándoles el tiempo libre y el que no está tan libre. Y también decía que esa no era una buena técnica para abordar la neurocirugía.
- Tendré que leer ese prólogo – dijo ella, con una risita. – Pero, ¿qué tiene que ver eso conmigo?
- Pues – continuó él – que la única manera de llegar a ser neurocirujano es estudiar. O cualquier tipo de médico. Estudiar, estudiar y estudiar.

Ella apartó los ojos un instante de la carretera y le fulminó con una mirada interesada y expectante. Volvió a mirar al frente, alzó la barbilla y apoyó la cara interna de las muñecas en el volante.

- ¿De verdad crees que yo podría…?
- Puedes hacer todo lo que te propongas.




Cocina

Cuando él llegó al piso, el equipo de música de la cocina sonaba a volumen bajo. La sala y el pasillo estaban medio en penumbra, y sólo se filtraba luz por debajo de la puerta de la cocina. Dejó su abrigo en la percha junto a la puerta, se descalzó y anduvo con pasos largos hacia la puerta de la que venía la música

- ¿Hola? – exclamó, y giró el pomo.
- ¡Hola! – le respondió ella, con tono alegre.

Ella estaba de espaldas a la puerta, mirando hacia el horno, y se volvió hacia él cuando entró. Llevaba un delantal de lunares rojos y verdes, de esos que imitan los vestidos de gitana, y las manchas de queso blanco y mermelada de frambuesa le llegaban hasta los codos. Tenía una sonrisa radiante en los labios, y un enorme rastro de mermelada bajo la barbilla.

- ¿Quién eres tú, y cómo has entrado a mi casa? – preguntó él, incisivo e incrédulo, sin apenas creerse lo que veía.

Ella dejó caer la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Se volvió hacia la encimera con los brazos en jarras, cogió un bol grande lleno de una mezcla blanca y comenzó a batirla. Mientras lo hacía, se paseó por la cocina y se sentó en uno de los pequeños taburetes.

- ¡Estoy cocinando! – dijo, henchida de orgullo - ¿No te parece genial?
- Lo que me parece es increíble – dijo él. Mientras tanto, se acercó a ella y metió un insolente dedo en el bol, llevándoselo a la boca - ¡Oh! ¿es tarta de queso?
- Exacto – asintió ella.
- Bueno – empezó el; la miró con una ceja levantada - ¿cómo es que te ha dado por ponerte el delantal?

Ella sonrió enigmática y vertió la mezcla blanca en una fuente redonda que tenía una capa de galletas en la base. La metió en el horno, y empezó:

- Me he puesto a pensar, ¿Sabes? Con la cantidad de cosas que tenemos hoy en día; los móviles, el facebook, las videoconsolas… es casi imposible aburrirse. Pero lo más raro es que aún hay gente que se aburre, que se siente vacía… Mucha gente deprimida
- Eso es cierto – corroboró él.
- Exacto. Hay un montón de suicidios y esas cosas. Y yo he pensado que parte de la culpa de que esas cosas ocurran es que ya nadie sabe disfrutar de los pequeños placeres de la vida, esas cosas que te hacen feliz.
- ¿Como el olor de los pasteles en el horno? – le interrumpió él, sonriente.
- Justo eso – asintió ella – como el olor del pastel en el horno, como el papel de las fotocopias aún calientes, el sonido que hace una manzana al morderla, el olor de los libros nuevos, mirar al fuego, quitarse los zapatos sin desabrocharlos … Todas esas cosas que te hacen un poquito más feliz. Así que he decidió predicar yo con el ejemplo… disfrutar de esas pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena.

1 comentario:

  1. El primero me gusta, pero el segundo es absolutamente genial, es el saboreo del orgasmo cósmico :D

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