Otras dos por aquí:
III. Locura
- “Un juez hace frente a 366 molinos de viento” leyó mientras bebía un sorbo de café humeante. - Qué cosas, ¿no?
Sonrió dulcemente y miró a su interlocutor por encima del periódico. Él rió y dijo:
- Qué bucólico. La fantasía entra a trompicones en la dura realidad, como un elefante en una cacharrería. – ella rió – “A través de la avaricia, el mal sonríe. A través de la locura, canta” – recitó él – eso dice mi madre. La verdad es que nunca he entendido porqué dicen que la locura da felicidad; dicen que es agradable.
Ella le observó, ahora seria. Mientras meditaba, se llevó una magdalena a los labios con aire despistado:
- Piénsalo. El desconocimiento de todo lo cognoscible, la placidez de saberse a salvo de los males cotidianos, la fina manta colorida de la sinrazón… Todo eso junto es como una especie de refugio. ¿No te parece?
El silencio se extendió entre ellos durante unos instantes. Ella clavaba sus ojos en los de él y él en los de ella. Al final, rompió el silencio:
- Por favor, son las nueve de la mañana y ya estamos desvariando. – Ambos sonrieron.
IV. Libre
Él sujetaba con firmeza la mano temblona de ella mientras se acercaban con cautela al borde del puente. Había un grupo heterogéneo de gente reunida allí; todos hablaban animados mientras se ajustaban sus arneses y se ponían las protecciones.
Ella tenía miedo. Para llegar a aquel puente, tuvo que conducir durante quince minutos en una cuesta horriblemente inclinada; cada metro que el coche ascendía, la hacía sentir más cerca del cielo, pero ahora sus ojos sólo se centraban en el arnés naranja que descansaba arrugado sobre el asfalto, junto a un hombre vestido con un chaleco reflectante que supuso que sería su intructor. La forma en que él la llevaba de la mano la tranqulizaba, pero no lo suficiente. Ni de lejos, pensó.
- ¡Hola! – exclamó el instructor con los ojos centelleantes – ¿vosotros sois los nuevos, no es así?
- Sí… - empezó ella, dubitativa, pero él la interrumpió con una voz aflautada: no, no, yo sólo vengo a acompañarla.
- Perfecto – continuó el instructor, mirándola sólo a ella con una sonrisa – ven conmigo.
Ella se soltó de la mano de él casi de forma inconsciente, sintiendo una repentina atracción magnética hacia el vacío, hacia el desfiladero de doscientos metros de profundidad que hacía resonar las voces bajo sus pies.
- ¿Tienes miedo? – le preguntó el instructor, mirándola directamente a los ojos
- Sí – respondió ella secamente – creo que dentro de menos de cinco minutos habré muerto o estaré paralítica. - Él soltó una sonora y tranquila carcajada, una risotada complacida que la hizo dar un respingo y volver a poner los pies en el suelo.
- Oye, no creo que sea necesario que te rías de mí… - empezó a decir ella con indignación, pero se interrumpió al darse cuenta de que él se reía con la placidez del que sabe con certeza que no hay peligro. Eso la tranquilizó sobremanera.
- Vamos – dijo el intructor con voz neutra – voy a ponerte las protecciones.
Él se mantenía a unos prudenciales diez o quince metros del filo del puente, es decir, en medio de la carretera. La observó con cautela mientras se ponía el arnés con movimientos torpes, y una vez que se hubo ajustado, él empezó a sentir un miedo irracional, dándose cuenta que, de verdad, en serio, sin bromas, ella iba a saltar por el borde de un puente e iba a quedar aplastada contra el fondo del desfiladero. Estuvo tentado de salir corriendo hacia el coche y obligarla a entrar en él, quisiera o no, pero se contuvo.
Cuando ella se hubo puesto todas las protecciones que el instructor le fue pasando, se dio cuenta de que no eran suficientes, ni mucho menos. Se sentía aunsente, fuera de su propio cuerpo, hasta el momento en que el instructor le enganchó la gruesa cuerda a un mosquetón fijado en la espalda del arnés. En ese momento, el asfalto del puente pareció abrirse bajo sus pies y se vio a sí misma cayendo; pero fue una lástima, porque no pudo evitar comenzar a andar hacia el filo del puente, dejar las puntas de sus zapatillas deportivas suspendidas en el vacío, y mirar hacia abajo. Tuvo un súbito acceso de vértigo, que duró unos dos segundos, y luego soltó una risotada.
Y saltó. Vaya que si saltó. El riachuelo que dormía en el fondo del desfiladero estaba cada vez más cerca y sentía como la fuerza de la gravedad tiraba de sus intestinos hacia abajo. Sus brazos y piernas se doblaron hacia arriba en un ángulo de casi noventa grados, pero su cabeza siguió mirando hacia abajo. Sentía el viento en los ojos, en la boca y la nariz, y cuando estaba a punto de echar a volar, se paró en seco. Estuvo una milésima de segundo suspendida en el vacío, quieta, y luego empezó a subir.
En la subida, extraña como ver su propia vida rebobinada, pensó que la palabra “libre” había adquirido un nuevo sentido para ella. Ahora supo cómo se sentían los pájaros.
Muy curiosos, y muy frescos, estos fragmentos de orgasmo cósmico. Desde luego que este blog será diferente, sí señorr.
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