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jueves, 19 de agosto de 2010

Memoria

El teniente dejó caer sus noventa y cinco kilos de peso sobre la austera mesa de acero; el golpe resonó en la habitación cúbica e hizo respingar a Diana.

- Maldita sea, ¿sabes que tengo una mujer e hijos a los que atender? ¿porqué tengo que estar aquí, peleándome contigo, aunque sepa a ciencia cierta que eres culpable? - suspiró y se volvió - ¡Joder!

Diana bajó los ojos y las lágrimas amenazaron con aflorar a sus mejillas de nuevo. Tuvo un flashback muy vívido. Su padre estaba en el salón de casa, dando vueltas a la mesa como un animal enjaulado, su madre estaba de pie en un rincón y ella estaba sentada a la mesa, sola, retorciéndose los bajos de la camiseta. La hbitación estaba llena de un aire pesado, denso, lleno de miedo, que empujaba todos los objetos hacia las paredes. Un nuevo golpe del teniente, esta vez un puñetazo en la pared, rompió el fino vidrio al que se había mudado.

EL teniente la miraba con odio. A ella, que durante un segundo no recordó cómo se llamaba, no se le ocurrió otra cosa que jugar con su piercing labial. Esto fue el colmo para el teniente; se acercó a ella dando amplios pasos que levantaban pequeños remolinos de aire y la zarandeó con violencia:

-Eres una puta asesina, ¿no es así? tú le mataste, maldita zorra... ¡¡Confiesa!! - una mano fuerte arrastró al teniente hacia atrás, tirándole de la camisa.

El salvador era un hombre alto y espigado, canoso y con una mirada vacía. Diana tuvo el absurdo pensamiento de que era ciego. Fulminó al teniente con la mirada, y éste pareció desmontarse. El hombre miró a Diana y dijo:

-Confiesa.

Diana se echó a llorar al instante. Alzó las manos abiertas y se las miró, despacio, y alternativamente. Sintió que no eran suyas, que eran dos apéndices ajenos a su cuerpo. Miró al hombre.

-No puedo... no puedo recordar... - tragó saliva - nada.

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