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jueves, 24 de febrero de 2011

Silencio.

Un pequeño texto que escribí hace bastante tiempo; el otro día volví a leerlo y me gustó mucho. Os lo dejo.

Las amplias calles de Varsovia aparecían cegadoramente blancas. Había nevado con fuerza, y la luz que parecía emanar de cada átomo inundaba la tensa calma que sucede a los bombardeos. Algunas casas, o lo que quedaba de ellas, algún humeaban, y había restos de sangre en la nieve de las puertas de muchas de ellas. Un enorme caserón de madera oscura permanecía intacto al final de una ancha avenida. Proyectaba una sombra grisácea sobre la nieve, y en un rincón polvoriento de su desván, dos cuerpos estaban acurrucados.

Ella, envuelta tan solo en una sábana blanca, tiritaba por la nieve que se colaba entre las grietas de las endebles paredes de madera y mojaba su espalda. Tenía los finos labios de color azul oscuro, y la piel de su cara era casi transparente, excepto por dos manchas rojas en el centro de sus pómulos. Él, también escaso de ropa, la abrazaba para darle su calor corporal e intentar mitigar sus temblores. En el piso de abajo no se oía más que el crujir de la vieja madera de la casa, y los nerviosos susurros de alguien que debía haber entrado a robar.

De repente, ella levantó la cabeza y habló con una voz que no era suya: Aquí termina nuestro viaje... Antoni... – tembló con violencia un momento y continuó con los ojos vidriosos – en este desván lleno de recuerdos... – él puso un dedo sobre sus labios oscurecidos y sonrió con levedad: no termina aquí, no digas eso... Saldremos de Varsovia y podremos tener una vida mejor, juntos en algún lugar donde no importe nuestra procedencia... – ella negó con la cabeza, con un gesto entre condescendiente e implacable, y sonrió a la oscuridad del desván: van a venir... pronto... – musitó. Él le acarició la mejilla con un gesto tierno y escalofriantemente cuidadoso, como quien acaricia la manita de un bebé enfermo, y se inclinó sobre ella para darle calor.

El pesado silencio que se había formado entre ellos se vio roto en unos segundos. Un estruendo resonó en la calle, seguido de un ruido monótono y voces que hablaban en alemán. Ella levantó la cabeza y sonrió con los ojos. Él se levantó deprisa y se asomó a una grieta en la pared. Un batallón de soldados vestidos con la inconfundible camisa parda y la esvástica en los cascos se acercaban por la calle. Tras ellos, un carro de combate cerraba la lenta marcha, disparando a todas las casas para asegurar el exterminio.

Ella reía con suavidad, tumbada en el suelo, con los ojos vacuos mirando al techo. Él volvió a abrazarla y a hablarle: tranquila, no nos verán, podremos salir... – ella contestó de inmediato, pronunciando las palabras con una lentitud casi mortal: si van a matar a uno de los dos, que nos maten a los dos.

Todo pasó muy deprisa. Golpes en el piso bajo, muebles cayendo al suelo, pasos subiendo la escalera, soldados en el desván, inspeccionando la penumbra, un disparo seco, un gemido seco. En un abrir y cerrar de ojos, doce soldados alemanes tenían frente a sí a un hombre polaco muerto y a una mujer polaca al borde de la congelación, que los miraba con unos impresionantes ojos azules, abrazada al cadáver del hombre. Los soldados se miraron un momento y se dieron la vuelta con infinita parsimonia. La mujer les habló en polaco, pero la ignoraron. Bajaron la escalera y se organizaron con rapidez. Todo despejado.

Cuando el pequeño grupo que se había separado del batallón salía de la enorme casa, un grito ahogado les hizo levantar la mirada. La mujer estaba de pie en el umbral de uno de los balcones del desván. Les miraba con el largo cabello oscuro ondeando a su alrededor, y con los pies descalzos prácticamente en el aire. Un soldado gritó y se adelantó hacia la casa. Otro soldado le agarró la mano inmediatamente después y lo devolvió al tenso silencio del batallón. La mujer sonrió y dio un paso adelante, el último paso que daría en su vida.

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