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miércoles, 3 de enero de 2018

Un pequeño ejercicio de literatura Cyberpunk

1

Stephan suspiró y se frotó la frente con el dorso de la mano. La bata blanca le rozó la piel y sintió las ya familiares descargas eléctricas descendentes en un lado de la cara. La mierda de chips liberadores de analgésicos que se había comprado para prevenir la migraña no iban a hacer más que darle problemas.
Se levantó trabajosamente del sillón en el que estaba apoltronado, dejando a un lado el informe médico que había escrito y revisado más de una veintena de veces; seguía sin estar a gusto con el maldito papelajo, y no sabía por qué. No saber cosas lo ponía nervioso. Cogió la gruesa carpeta de seguimiento, la roja, y se la encajó bajo el esquelético brazo antes de salir. Pronto necesitaría un codo nuevo.
Las suelas de goma de sus zapatillas deportivas chirriaban contra el suelo de linóleo del pasillo del centro de investigación. Las luces estaban apagadas, y Stephan se movía guiado por la tenue penumbra amarillenta y sucia que se colaba por entre las rendijas de los filtros de aire, aunque sobre todo por el profundo conocimiento que tenía de aquellos pasillos.
Giró a la izquierda en el control de enfermería, cerrado a esas horas de la noche (los suplementos de melatonina financiados por el gobierno para suplir la falta de sol eran algo normal en la vida de la gente) y se encontró con la puerta del pasillo abierta. - ¿Qué cojones? - dijo en voz alta, y dio un paso adelante. El corredor con las habitaciones 1 a 40 se extendía ante él, bañado en su principio por una luz amarilla sucia que emanaba de la habitación número 1. En las primeras 5 habitaciones colocaban a los sujetos más nuevos, aquellos que acababan de entrar en el estudio. Los más complicados. Los que más tendencia tenían a arrancarse los implantes y a pedir la eutanasia a gritos; esas cosas no eran buenas para los nervios de Harra, la enfermera jefe; tampoco para los de Stephan, que a veces hasta los perdía.
Corrió de vuelta al puesto de enfermeras y, en un abrir y cerrar de ojos, se llenó los bolsillos de la bata con tres pares de guantes, varios botes de solución alcohólica para desinfectar, algunos paquetes de ese asqueroso hilo auto – anudable que acababa de desarrollar la Bayer (o la Santa Madre Farmacéutica, como la llamaba Harra), dos pares de pinzas y una mascarilla. Cuando llegó a la habitación, aún anudándosela, se paró en seco. Doel, el estudiante de salud que pasaba con él las mañanas, estaba inclinado sobre la cama del sujeto número 1 y le suturaba con manos torpes la herida de la espinilla; esa maldita herida que, desde que se la abrió la segunda noche de su estancia en el centro, no había parado de dar problemas. Stephan entró bruscamente a la habitación 

       ¿Se puede saber qué cojones estás haciendo? - interpeló al chico.
       Doc... doctor... se había abierto la herida otra vez, y... no – no podía hacer que pa... pa... parase de san... sangrar, y... - cuando estaba nervioso, el insulso pelirrojo tartamudeaba, lo que hacía que a Stephan le pareciera aún más blando e inútil.
       Cállate. - atajó. Se dirigió hacia la cama y se colocó al lado del sujeto, que miraba al techo con su ojo humano fijo, y el mecánico temblando espasmódicamente en su cuenca inflamada.


Tenía sangre en las mejillas, trazos gruesos y desvaídos que debían llevar allí varios días. Olía a mierda y a orina. El implante del ojo tenía una pinta asquerosa, se dijo Stephan, cada día peor. Los agarres se habían movido y había dejado tras de sí su rastro en forma de incisiones profundas en la piel. Incluso en los superiores se podía intuir el blanco desvaído del hueso frontal. Además, del ángulo lagrimal de la cuencia artificial goteaba un pus azulado y apestoso; pero era demasiado azul. En ese momento Stephan se dio cuenta de algo que lo hizo ponerse aún más nervioso: quizás no era pus, sino una fuga del vítreo del ojo biónico. Si así era... probablemente estuviera ya en el sistema nervioso, y el sujeto número 1 era ya prácticamente pasto de los carros – horno. Lo que más le molestó a Stephan de todo aquello era que al día siguiente tendría que aguantar a algún radiólogo subido de tono para que le hiciera una resonancia magnética a aquel desgraciado. Y además esa noche le tocaría anotarlo todo. Se inclinó sobre el sujeto para ver de más cerca la pupila, y en ese momento el hijo de puta se revolvió y fijó el ojo humano en Stephan. De su boca llena de costras no salió más que un gorgoteo bien entendible:
       Máteme. - Stephan hizo una mueca de asco y se alejó unos centímetros.
       Que te calles, joder – fue toda su respuesta.
Suspiró y luego posó sus ojos en Doel, que estaba terminando otra sutura terriblemente mal realizada. Salió de la habitación arrastrando los pies y miró hacia el pasillo vacío a su izquierda. Tenía que terminar la ronda antes de las cinco de la mañana, o ese día no iba a dormir una puta mierda.

2

Meera abre la puerta de su apartamento con la mano derecha e ignora, por última vez, la corriente de dolor que le sube hasta la escápula. Traspasa el umbral y cierra a su espalda con una patada distraida; los pistones mal engrasados del tobillo metálico de su prótesis chirrían; Stephan le había dicho mil veces que tenía que llamar a un técnico y no hacer esos movimientos tan forzados. Se acerca arrastrando los pies hasta el sofá de cuero, soltando en el camino la bolsa que lleva colgada a la espalda. El ordenador integrado de la casa le da la bienvenida por medio de una transmisión aterciopelada directa a su oído, como el susurro de un amante: buenas noches, señorita Vanhaecke. Meera da un respingo y escupe: ¡joder! Siempre igual. - Se recuesta de nuevo en el sofá y se pregunta por qué encargó el aparato en un primero momento. Una vocecilla en su cabeza le responde, pero esta vez es un eco de sí misma, no un mensaje pregrabado de bienvenida: porque te limpia la casa, puta. Si no fuera por el aparato estarías nadando en mugre.

La muchacha abre los ojos, sobresaltada. Apenas queda ruido en la calle y la luz es mortecina. Se ha quedado dormida en el sofá. Encendió la pantalla de su E-life con un toque del dedo índice de la mano izquierda, y se quedó mirando aquel recuadro verde encastrado en su antebrazo. Las dos y cuarto de la madrugada, mierda. Mañana le va a doler la espalda. Se despega trabajosamente del sofá, con un nuevo y repetitivo chirrido de protesta del tobillo, y se dirige hacia la cama arrastrando los pies. El E-life vibra con timidez: tienes un mensaje.

-        ¿Pero qué cojones? – dice en voz alta mientras se sienta en la cama y se quita los zapatos con el pie contrario.
-        Meera Vanhaecke, tiene un mensaje de – aquí se produce un cambio de voz que a Meera siempre le resulta cómico – Stephan Daral.

Acto seguido aparece la cara de Stephan en su pantalla, formada por una matriz de líneas verdes y azules (a Stephan le había resultado divertidísimo configurarse a sí mismo con uno de esos temas prefabricados que se podían descargar de la E-tienda por el módico precio de 500 bitcoins, y aquel era el resultado), y suena su voz:

-        Meera, cariño, esta noche tampoco voy a poder ir a dormir a casa. Lo siento. Me han encargado un informe médico más largo que su puta madre y va a ser imposible terminarlo antes de la ronda nocturna. Intentaré llegar lo antes posible después del cambio de turno, ¿vale? Te quiero.


Un pitido, y luego silencio. Meera sacude la cabeza y siente formarse el ya familiar nudo en la base del cuello. Se pregunta si tendrá cáncer de tiroides, o será la jodida depresión. Se echa en la cama aún con la ropa del trabajo puesta, y se duerme casi al instante. 

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