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domingo, 4 de enero de 2015

Manuela

Un pequeño relato que escribí hace mucho tiempo; pensaba que lo había publicado, pero no he conseguido encontrarlo. Aquí os lo dejo. 

                En la calle Sastrería se oye música todas las tardes, entre las siete y las ocho. Los vecinos más longevos del lugar se miran, cómplices, al pasar por las puertas del taller y sus hijos y nietos se encogen de hombros, sin entender.
                El número uno de la calle más céntrica del casco antiguo de Cualquier Ciudad no era un portal solitario, ni una panadería, sino un local enorme con la entrada ancha y luminosa partida en dos por una columna de espejos. En sus buenos tiempos, claro. Ahora es una ancha abertura tapada con tablones de madera carcomida por el tiempo y gruesos clavos, ya oxidados. Languidece entre  nuevos vecinos y calles que bullen de turistas, pero que aún así, se burlan del tiempo.
                Sobre aquel local, descansan a la intemperie tres pisos, y sólo uno de ellos está habitado. Los otros dos lucen el método universal de clausura: tablones en las ventanas y en las puertas. El primer piso es pequeño y está muy pulcramente cuidado; allí sólo vive una pareja de ancianos tímidos aunque muy solícitos, que cuidan de la escalera como si fuera suya. Recuerdan cuando aquel inmueble lucía flores de mil colores en sus balcones e intentan, al menos, que no se apague demasiado. Ella es muy pequeña y tiene el cabello algodonoso. Él es alto y delgado, y lleva siempre unas pequeñas gafas con forma de media luna sobre la nariz
                Cuando en aquella ciudad los jóvenes aún llamaban de usted a sus padres, sólo los más ricos y modernos podían tener televisión y los hombres arrugaban la nariz con las ansias libertarias femeninas, cada vez más y más tiendas florecían en el casco antiguo de Cualquier Ciudad. Entre ellas, la más grande, luminosa y envidiada  era “Confecciones Manuela”. Un gran letrero de madera roja presidía un escaparate muy ancho y luminoso, y una entrada simétrica que dejaba entrar toda la luz del día a la tienda, separadas ambas por una columna de espejos. El local era una tienda rectangular y profunda, organizada en tres pasillos de maniquíes que lucían los últimos modelos de Paris, Londres e incluso Moscú. O eso decían sus dueños.
                Manuela era la señora de aquella calle. Una mujer alta y hermosa, con el cabello negro como la noche y unos ojos verdes que quitaban el hipo a todo el que se cruzaba en su camino. Iba del puerto a la tienda con una enorme cesta de mimbre apoyada en la cadera y un vestido rojo de lunares blancos. Decían en su calle que era la luz de las mañanas, alegre y viva, joven y hermosa. Y fue a enamorarse de un hombre tranquilo, delgado y con una sonrisa insegura de adolescente. Para los hombres del barrio, su marido José no le llegaba ni a la suela del zapato, y para las mujeres, era el mejor hombre que podía haber encontrado: la quería, la trataba como a una igual y no meramente como a un objeto. Lo único que él sabía era que vivía para ella, y ella para él.
                Confecciones Manuela crecía y crecía, y sus modelos montados en maniquíes de color caoba se fueron haciendo famosos. Mujeres de toda la ciudad se acercaban a veces a la tienda, aunque no compraban demasiado; más bien les gustaba probarse los vestidos más originales y extraños, coloridos y distintos. Aunque no pudieran ni quisieran llevárselos a casa, verse en ellos las hacía sentir como si viajasen a lugares y tiempos remotos.
                Confecciones Manuela crecía despacio y con paso firme; Manuela y José no ganaban como para pensar en un local más céntrico, o quizás en viajar a ciudades más grandes y brillantes, a los lugares exóticos de los cuales venían sus diseños. Sin embargo, la tienda se mantenía, y a veces sus dueños podían permitirse algún capricho.
                José era un hombre callado, eso lo sabían todos los que habían pisado alguna vez Confecciones Manuela, pero Manuela era la otra cara de la moneda. Cada vez que alguien ponía un pie en su tienda, Manuela saludaba educadamente y, en dos o tres segundos, el cliente estaba envuelto por un aura de alegría y movimiento; Manuela llevaba y traía vestidos por la tienda, de miles de colores y tallas, buscaba el mejor modelo y el más favorecedor.
                Manuela y José eran tal para cual, siempre tan distintos que se unían como piezas de puzle. Quizás, dicen las malas lenguas, esa era la razón de que la calle Sastrería comenzara a bullir de envidia. Los hombres lanzaban inmundicias y confabulaciones sobre Manuela con la sola pretensión de que llegaran a oídos de su marido José y le hicieran abandonarla; las mujeres murmuraban a las espaldas de aquel hombre taciturno, e incluso instaban a la propia Manuela a abandonarlo. Todas aquellas mentiras sobre la pareja fueron creciendo y creciendo, pero el amor que Manuela y José sentían el uno por el otro era demasiado grande como para plantearse la certeza de aquello. Si se hubieran fiado de las habladurías, es decir, si éstas hubieses sido ciertas, ambos habrían merecido la eterna condena, la tortura del infierno.
                Sin embargo, pasaban los meses y nada movía los cimientos de aquel idílico matrimonio. Durante un verano, incluso, Confecciones Manuela recibió la inesperada visita de una princesa europea que estaba de vacaciones en la ciudad. Como luego contarían, la mujer era una ricachona pomposa y estirada que, al final, sólo compró un pequeño chal azul.
                Al final, el gran castillo de naipes fue derrumbado por una mano inclemente. Como después dirían las malas lenguas, era todo demasiado bonito como para ser verdad. Una mañana, José se levantó temprano y besó a Manuela en la mejilla. Se puso un abrigo largo y su sombrero, y salió sin apenas hacer ruido. Se encaminó con paso tranquilo hacia el centro de la ciudad, al almacén de telas de su proveedor. Cuando llegó, el almacén acababa de abrir; aún flotaba en el aire el olor a ropa nueva, a tela sin usar, que llenaba el aire de aquel almacén; no siempre era un olor agradable.
                José entró en el almacén y habló durante un rato con el director; en ese tiempo, lo notó taciturno e huidizo. Firmó un contrato por cincuenta metros de seda de varios colores, a entregar dos semanas después, y salió del almacén con el sombrero en la mano, apretándolo compulsivamente; tenía un mal presentimiento, algo no iba del todo bien.
                De forma inconsciente, José comenzó a andar hacia la tienda con paso más bien rápido, sintiendo cada vez más fuerte una presión en el pecho. Cuando alcanzó la gran puerta de “Confecciones Manuela”, no habiendo sido capaz de pensar en nada durante el camino, sintió un súbito peso en el estómago. Los vecinos de los pisos superiores, los de las casas de alrededor e incluso los dueños de la pastelería de la esquina estaban al fondo de la tienda, amontonados. Una mujer gritaba.
                José se abrió paso a codazos entre la multitud hasta donde estaba el mostrador de la tienda. Sobre el cristal había sangre, y en el suelo, un bulto alargado cubierto con una sábana azul. José se desmayó en ese justo momento, y fue llevado al hospital en la misma ambulancia en la que transportaron a su mujer muerta. Cuando se despertó, le dijeron que se había golpeado en la cabeza, aunque ya estaba en condiciones de ser dado de alta. José no preguntó por Manuela; le pareció innecesario.
                Enterró a su mujer, asesinada por un antiguo amante militar que había decidido impartir un poco de su particular justicia en el mundo, sin ceremonias ni fiestas. Cuando acabó el entierro, José se miró en el espejo y vio a un hombre diez años mayor, con profundas ojeras y una fina línea a modo de boca, una boca que juró no volver a abrir.
                El mismo día del entierro, cerró la tienda sin tocar nada. Aún flotaba en el aire el olor del perfume de Manuela cuando José terminó de colocar el último tablón en la puerta. Se sentó en el centro de la tienda, junto a un maniquí de caoba algo desgastado y vestido con un traje de chaqueta rojo. Alzó los ojos hacia el maniquí, y vio el rostro estilizado y bellísimo de Manuela en él, un rostro sonriente de añoranza y a la vez acusador; el rostro de un fantasma.
                José se incorporó en ese momento y salió de la tienda penumbrosa por la puerta trasera, que llevaba al edificio superior, donde estaba el pequeño piso en el que vivían. Si el piso le había parecido siempre algo pequeño, aunque acogedor, ahora creyó encontrarse en medio de la enorme nada. Bajó los ojos, se sentó en su escritorio y garrapateó seis líneas en una cuartilla amarillenta. Las firmó y las introdujo por debajo de la puerta de sus vecinos de enfrente; sabía que los ancianos no le negarían su ayuda. Entonces, metió todos sus libros en una gran caja de madera y los bajó a la tienda. Cerró la puerta, besó el pomo en el que Manuela había puesto tantas veces sus manos y se juró no volver a abrirla nunca más.
                Así fue como José decidió guardar su particular luto a Manuela. Sobrevivió gracias a la comida que sus vecinos le bajaban diariamente, usaba el pequeño aseo para clientes que había en la tienda y dormía arrebujado en un rincón, acomodado sobre unas sábanas y vestidos que había amontonado.

                Hoy, la ciudad ha cambiado y las gentes, también. Sin embargo, parece que la calle Sastrería ha sobrevivido a los cambios; se oye música entre las siete y las ocho, y sólo los más longevos del lugar saben que tras esos tablones ha encanecido José con la sola compañía de los maniquíes de caoba y el recuerdo de Manuela. 

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