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miércoles, 8 de febrero de 2012

Espacio

Cuando se comienzan unos estudios básicos en psicología, los primeros temas que han de cubrirse (una vez pasada la necesaria, aunque no siempre bien elaborada, introducción e historia), son los que analizan las funciones psíquicas principales, que son la percepción, la atención, la memoria, la orientación y la inteligencia.

Dentro de la orientación, que se define como la posición o dirección de algo respecto a un punto cardinal (según la RAE), y como un rendimiento psíquico complejo y frágil dependiente de la integridad de los demás sitemas psicológicos (según mis profesores; os aconsejo que os quedéis con la primera), se distinguen varios apartados. Suele analizarse la conciencia del tiempo y del espacio, porque son las dos dimensiones en las que el individuo puede orientarse (o desorientarse, si lo que nos interesa es la psicopatología).

Con esta base, me quiero centrar en un aspecto de la orientación espacial que me ha llamado mucho la atención. El espacio se suele dividir en varios tipos, de manera muy esquemática:

  • Espacio teórico: se entiende como una dimensión del espacio que construimos en nuestra mente, un espacio infinito y vacío en el que cabe cualquier cosa.
  • Espacio práctico: el espacio en que nos movemos, el real, el que existe. Y, dentro de él:
  1. Espacio real: el espacio entendido como su expresión más simple, con sus tres dimensiones: alto, ancho y profundo.
  2. Espacio vivenciado: es el espacio sometido a nuestras percepciones, cómo vivimos el espaci. A su vez, posee:
- Espacio yoico o individual: lo que se conoce como espacio vital; es
mayor por delante y por detrás del individuo que por los lados.

- Espacio cohumano: el que compartimos con otras personas.
- Espacio de acción: aquel el que nos movemos
- Espacio sintónico: espacio en el que ocurren las relaciones sociales.

Bien; como habréis podido intuir si sois agudos (cosa que doy por sabida), esto no es más que una pequeña introducción para que entendáis de qué quiero hablarlos. La dimensión de espacio que más me ha llamado la atención ha sido el espacio teórico; en clase, muy brevemente, nos refirieron que éste ha salvado de la locura al ser humano en situaciones límite, como secuestros, años de internamiento en cárceles u hospitales, etc.

El ejemplo más significativo, probablemente, de esto, está en el archiconocido diario de Ana Frank (http://es.wikipedia.org/wiki/Ana_Frank). Como sabéis, Ana fue una niña judía que vivió entre el 29 y el 45, famosa por el diario en el que dejó constancia de los dos años y medio que pasó escondida de los nazis junto con su familia en una casa de Ámsterdam. Esa casa, cuyo espacio habitable era de 46.6 metro cuadrados, fue la morada de Ana y otras ocho personas durante ese tiempo. Para los que tengan una inteligencia espacial tan mediocre como la mía, un piso de 30 m cuadrados hoy día da para que viva una sola persona, y con apreturas. Es imposible no darse cuenta de que esa situación es prácticamente insostenible para un ser humano normal, a no ser que sea un estoico patológico o que recurra a algo más, un añadido, una ampliación: su espacio teórico. Quién sabe cómo de grande debía ser para Ana el escondrijo en el que se vio obligada a sobrevivir.

Lo que persigo con estas líneas no es, como ya habréis adivinado, hablaros de las desventuras de una niña judía ni de mis clases de psicología, sino de ese ente tan abstracto que he dejado caer: el espacio teórico. Resulta fascinante cómo las propias leyes del tiempo y del espacio se distorsionan para crear algo que parece más un concepto metafórico, pero que en verdad tiene un componente bastante real. No hablo de algo real, tan real como que ahora mismo es de noche o como la existencia de un apéndice sobre los hombros del ser humano llamado cabeza, ni de realidades que se capten por los sentidos, sino más bien de ese orden de realidad más amplio y superior integrado por el amor, el odio, la muerte o la memoria.

El espacio teórico es real en la medida en que ha tenido utilidad siempre que se ha recurrido a él, como he dicho más arriba con el ejemplo de Ana Frank, que no es el único. Cuántos prisioneros en campos de concentración (por no perder el símil) habrán construido en la mente el color de las sábanas de su cama, el de la piel de los muslos de su amada o la cualidad de la luz cayendo sobre el cabello de sus hijos, cuántos poetas malditos habrán soñado y volado por su particular y brumosa concepción del cielo o del infierno desde un jergón raído y frío, cuántos niños solitarios de mentes aladas habrán construido castillos en la mente; incluso nuestro querido Samsagaz Gamyi recurre a su espacio teórico al final del Señor de los Anillos, cuando yaciendo en la ladera del monte del destino junto con su señor Frodo, le evoca el sabor de las fresas con nata de la comarca (aunque Frodo deja claro que no es el mejor momento de pensar en postres). Nos instalamos en el espacio teórico cuando la realidad es demasiado oscura, demasiado dolorosa o demasiado vacía para vivir en ella, ya sea por obra del entorno o a veces por obra nuestra; ya dicen que la mala suerte se la busca uno.

Supongo que la asociación entre el espacio teórico y la evocación de lo pasado ha quedado clara; si leísteis con atención la definición que puse al principio (dimensión del espacio que construimos en nuestra mente, un espacio infinito y vacío en el que cabe cualquier cosa), debía venir desde entonces. Si el espacio teórico es infinito y creado por cada uno, está sujeto a la voluntad, y su función puede ser la que se nos antoje.

Para mí, el espacio teórico es la caja donde metemos las anclas que nos atan a la cordura cuando ésta amenaza con abandonarnos. Probablemente una de las mejores maneras de conocer a alguien sea abrir esa caja y averiguar cuáles serían sus anclas. Os invito a que penséis en las vuestras; la mía sería, creo, la música.

A tenor de esto, y para terminar, os dejo un pequeño texto que los más cercanos conoceréis.



Ella estaba tumbada en el sofá, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y la mirada fija en el techo, cuando él entró en el piso con pasos lentos:

- ¿Alguien en casa? – preguntó
- No – dijo ella con tono neutro – inténtelo de nuevo más tarde.

Él soltó una risotada mientras se quitaba la gabardina y la colgaba en el perchero, sacándose cada zapato con la punta del pie contrario sin quitar la mirada de los pies enfundados en calcetines de rayas que asomaban por un lado del sofá.

Se acercó a ella y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Antes de darle tiempo a decir algo o a pensar, ella se recostó de lado en el sofá y lo atravesó con una mirada preocupada mientras decía:

- Mi madre ve fantasmas.
- ¿Fantasmas? – fue lo único que él alcanzó a decir él - ¿cómo que fantasmas?
- Ve a mi padre paseando por la casa, reflejado en los espejos y los vasos, en los jarrones… - continuó ella con tono cansado. – Me preocupa. ¿Crees que puede ser…?

Ella enmudeció y se le perdió la mirada en algún punto sobre la cabeza de él, que la miraba con expresión divertida. En vista de la poca atención que le prestaba, suspiró y habló:

- ¿Demencia senil, o algo así? No lo creo. Tu madre es mayor, y se siente sola.
- Vamos, menuda excusa. La soledad no fabrica entes corpóreos y tangibles – pronunció estas últimas palabras con especial desprecio.
- No se trata de eso. Todos necesitamos creer en algo.
- No me sueltes frases hechas, que no les veo sentido, ya lo sabes. Mi madre nunca ha creído en Dios, ni en Alá, sólo en ella misma. Nunca ha necesitado nada de eso.
- ¿Sabes por qué?

Ella negó con la cabeza y él sonrió con displicencia, como si no quisiese decir lo que iba a decir.

- Porque ella siempre ha entendido el curso del mundo, a su manera. Siempre ha tenido claro que todo acto tiene consecuencias y que la única forma de forjar un futuro medio decente es trabajar y esforzarse. Pero ahora… se ha topado con un concepto más complicado.
- La muerte… - le atajó ella. Él asintió con los ojos cerrados.
- La muerte es un concepto demasiado amplio para que cualquiera de nosotros podamos entenderlo. Y, como sabemos tú y yo, a las personas nos encanta creer que lo entendemos todo.
- Y… ¿qué pasa cuando no entendemos algo?
- Que nos sentimos como si estuviésemos andando sobre la cuerda floja, como flotando en el abismo.
- Y entonces, fabricamos anclas. Cosas que nos ayuden a mantenernos firmes.

Él asintió con los ojos cerrados. Ella se sentó en el sofá y esbozó una sonrisa. Se levantó como un resorte y se puso un vestido de lana púrpura sobre las medias negras, unas botas, y, conforme salía por la puerta, se volvió y dijo con una sonrisa:

- Yo seré su ancla.





Gracias por vuestra atención :3





1 comentario:

  1. Muy interesante reflexión sobre los pozos del espíritu.

    Muy interesante :D

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