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miércoles, 12 de febrero de 2020

(Inciso)

Estoy escribiendo esto aún en pijama, con el corazón latiéndome rápido en el pecho y casi hiperventilando. Acabo de tener mi primer escarceo con la parálisis del sueño, y las acciones que he hecho después de salir de la cama casi corriendo han sido, por este orden: lavarme la cara, tomarme una tila y abrir el ordenador para empezar a escribir esto. Seguramente lo retoque o quizás no llegue a nada, pero es cierto que hace días que estoy teniendo unas pesadillas muy cinematográficas, y ésta desde luego se lleva la palma. Lo que sigue es cien por cien real, absolutamente, no hay nada exagerado ni añadido, no he usado metáforas. Lo prometo. 


Miércoles de mediados de febrero en Málaga.

El engranaje inexorable del hospital sólo me ha permitido dormir dos horas y cincuenta minutos esta noche. Como siempre, es un sueño extremadamente pesado aunque muy superficial. Cuando termina mi jornada de guardia, tras dieciséis o dieciocho horas seguidas de ver pacientes, casi siempre sobre las cuatro de la madrugada, caigo en el catre del dormitorio de guardia como un peso muerto, y a veces me duermo con la luz encendida o con el busca en la mano. Sin embargo, siempre tengo la sensación de tener un ojo medio abierto, y cuando suena la alarma un puñado irrisorio de horas después, tengo la impresión de haber cerrado los ojos apenas medio segundo. Siempre me divierte mirar el deprimente número que mi pulsera cuentapasos asigna como "nota" a mi sueño de esa noche; suele ser un suspenso absoluto, pero hay una frase en letra pequeña que dice algo así como "Duermes mejor que el cinco por ciento de usuarios". No es consuelo lo que encuentro, sino un sentimiento de pertenencia: ¡insomnes del mundo, unidos por la Huawei MiBand 3!

Esta mañana me desperté de manera especialmente penosa, a las siete y media, con dolor en todo el cuello y la espalda y una sensación de estar moviéndome a cámara lenta que siempre me resulta extremadamente desagradable. La mañana no iba a ser larga: café, relevo, entregar el busca, otro café, y a casa.

Son las diez de la mañana. Salgo del hospital y sólo puedo pensar en mis sábanas. En un bocadillo o un simple vaso de agua fría, y en dormir hasta por lo menos las seis de la tarde. Me huele la ropa a sudor, a muerte, a humo, a lejía, me huele a cansancio y a destrozo. Me duelen los pies y la cintura. Me duele el cuello. No puedo pensar bien.

Consigo llegar a casa, tardo lo que se me antojan cuarenta minutos en subir dos tramos de escaleras, y el pequeño piso que comparto con mi novio me recibe en semipenumbra. Huele a ropa limpia y a leche con Nesquick en el aire. En realidad, en el piso vivimos cuatro seres: los dos pequeños peludos que tenemos como mascotas me reciben alegres; la coneja, mordisqueando su jaula para hacer ruido y mirándome insistente, y la cobaya con su característico cuicui que inunda el aire en segundo plano. Consigo construir ese prometido bocadillo, que me sabe a ambrosía y a maná, que me cae en el estómago como el jugo de la misma cornucopia, a pesar de que no es más que un poco de pan tostado. Mientras me preparo para meterme en la cama pienso en las pesadillas tan vívidas y tan horriblemente cinematográficas que he estado teniendo esta última semana; algunas las he olvidado, pero rezo porque no se repita la última, en la que me pasé toda la noche sumida en una especie de crucero del terror en medio del océano, en el que la gente moría misteriosamente, los niños caían por la borda, la comida se transformaba en ratas y la noche y el día se sucedían rápidamente en un sinfín de tormentas eléctricas y rayos. Me convenzo a mí misma de que hoy dormiré sin sueños.

Me arrastro literalmente hasta la cama, y me doblo bajo el edredón nórdico. Se me antoja que mis piernas son de mimbre y mis brazos son palillos de madera, frágiles y quebradizos, como si pudiese plegarlos y meterlos debajo de la almohada para quitármelos de en medio. Sin embargo la cabeza... la cabeza es otro asunto. La cabeza me pesa por lo menos cien kilos, y la almohada viscoelástica la devora y la envuelve con cariño. En un momento dado olvido dónde tengo los brazos. Me giro hacia un lado, la cabeza empieza a levitar por sí sola, la cintura retorcida en una posición cómoda, y empiezan a llegar esos familiares pensamientos absurdos que conozco y que siempre preceden al sueño. Me resultan hasta divertidos, porque los recibo en duermevela y los acepto, reflexiono sobre ellos, aunque comprendo su absurdo. A veces me vienen a la mente imágenes de animales absurdos, como elefantes con orejas de perro, o ratoncillos de colores fluorescentes, o erizos que en vez de tener espinas tuviesen pelo rizado. Otras veces me imagino sentada en un sillón haciéndome preguntas absurdas y evocando la respuesta en una especie de holograma frente a mi, como ¿qué ocurriría si a la gente calva le creciese césped en la cabeza cuando llueve?, o ¿y si, igual que toser en alto es algo normal y aceptado, fuese igual de normal y aceptado tirarse pedos en público?

Esos pensamientos dan paso suavemente a un sueño primero plácido y luego cada vez más inquieto. Hay ruido en la calle, así que no es demasiado profundo. Sin embargo, como no podía ser de otra manera, vuelvo a soñar.

Estoy caminando por la calle, paseando por la acera de una bonita calle junto al mar. El asfalto adoquinado está despejado. A mi derecha se yergue un edificio de grandes dimensiones, de piedra amarillenta, que proyecta una sombra oblicua; es una iglesia o quizás una catedral. La calle describe un giro hacia la izquierda, cuesta abajo, y al final de la cuesta se adivina el brillo iridescente del mar. Se me ocurre que quizás estemos en algún pueblo italiano, en alguna ciudad de Sicilia o de la costa griega. Aunque apenas hay gente en la calle y no hay demasiado ruido en el aire... quizás, después de todo, no estemos en Italia.

Ante mí, a unos cinco o diez metros, una mujer de altura sobrehumana mira hacia la base del muro que sustenta el porche de la iglesia. Es una anciana de al menos dos metros y medio de altura, extremadamente delgada y pálida. Tiene la cara vuelta hacia el edificio, pero la veo de medio perfil: enormes arrugas le cruzan las mejillas y sobre los ángulos de las mandíbulas se le acumulan bolsas de piel de color cetrino. Los labios son pequeños y muy apretados en el centro de la cara. La nariz muy fina, casi como una fisura o un quiebro, punzante y desigual como una rama rota. No le veo los ojos. Le caen finas hebras de pelo blanco amarillento por los hombros y la espalda. Lleva un vestido rojo oscuro de tirantes gruesos, rasgado en su parte inferior, que revela unos hombros huesudos como ramas y unos brazos desproporcionadamente largos. Las manos son extrañas, blancas y nudosas, pero parecen tener más dedos de la cuenta. No podría decirlo. Los muslos y rodillas que se adivinan bajo las faldas son apenas unos alambres quebradizos. Pareciera estar hecha de arena, y poder romperse con un chasquido de dedos.

Vuelve la cara hacia mi y me observa con una expresión severa y de enfado. Abre la boca en una mueca torcida, y emite un par de gritos en un lenguaje que no entiendo, quizás sea alemán. Yo estoy parada, congelada por el terror de aquel ser tan poco correspondiente, tan distónico, y salgo de mi letargo para correr hacia un lateral de la calle. La mujer gira el cuello para seguirme con la vista y emite otro grito, otra exclamación en alemán, alza los brazos y dirige la cara hacia la iglesia. Frente a ella, en la base del muro, veo una gran oquedad en la piedra cruzada de gruesos barrotes de hierro negro. Una ventilación de algún sótano, o quizás un desagüe, o un ventanuco de alguna mazmorra o almacén. La mujer recorre rápidamente con la vista la iglesia de arriba a abajo, lanza otro grito y se arroja de cabeza hacia las barras. No puedo mirar: me cubro los ojos con las manos y le doy la espalda a la escena. Aún así, la veo perfectamente a través de mis manos. La cabeza impacta directamente contra uno de los barrotes y provoca un ruido sordo y seco de hueso fracturado. Comienza a sangrar. La mujer cae al suelo como una muñeca pequeña, amontonados sus brazos y piernas como los de una marioneta abandonada en un rincón.

Me acerco despacio atravesando la calle desierta, y cuando voy a poner el pie en la acera a unos metros de la mujer, comienza a moverse. Parece que se recompone, como si una mano invisible volviese a montar una muñeca deshecha. Sus codos y rodillas giran en ángulos anormales y crujen hasta que tiene de nuevo una forma parecida a la humana. Se vuelve hacia mí. En uno de esos rápidos viajes inexplicables de los sueños, estamos ahora unos cien metros más arriba de la misma calle, y la mujer se está encaramando a un árbol bajo. Yugulo rápidamente el impulso de ir a ayudarla, de disuadirla de esa pirueta que no comprendo, por la mirada de soslayo que me lanza y que de nuevo me paraliza de miedo. La mujer se agarra con los brazos entrelazados de una rama baja, y comienza a escalar apoyando los pies en el tronco. El vestido rojo le cae y le roza con el suelo tras ella, lo arrastra y se rasga. Cuando ya está completamente colgada del árbol como un mono, suelta los brazos de forma brusca con una sonrisa socarrona en la boca, y cae al suelo cabeza abajo, aún colgada del árbol por sus piernas que hacen un extraño nudo en la rama. El peso de su propio cuerpo vence la fuerza de sus piernas esqueléticas que se sueltan del árbol. Su cabeza impacta lo primero contra la acera, y su cuello largo y nudoso se quiebra en un ángulo imposible, con un ruido de chasquido. Queda mirándome de frente, con el cuello doblado en un ángulo escalofriante y una sonrisa espasmódica en los labios. Tiene los ojos muy claros, o quizás sean cataratas. Le caen los brazos y las piernas desordenadas alrededor del cuerpo. Está muerta, y yo me voy de ese extraño pueblo italiano.

Estoy de vuelta en mi cama, acostada sobre mi lado derecho, mirando la pared del dormitorio. Las manos entrelazadas frente a mi. Lo primero que pienso es que no es mi cama, que estoy mirando una foto de mi cama, que estoy dentro de un croma de mi propia cama. Las manos me hormiguean. Las muevo. No me obedecen. ¿Quizás las he movido? Creo que no. Se me están durmiendo los dedos de las manos. Tengo los ojos abiertos, creo. Me siento el corazón golpeando en el pecho, no demasiado rápido pero sí especialmente intenso. No me importa demasiado esta nueva situación según la cual parece ser que no puedo moverme, sino que acabo de presenciar la muerte de una especie de mujer árbol alemana en un idílico pueblo. Quiero gritar: ordeno a la voz que salga de la garganta, enciendo el fuego para que el gorgoteo empiece a hervir y suba hasta mi boca, pero no sale nada. La orden no llega. No grito. No emito ningún sonido. No puedo girarme en la cama. Sigo queriendo gritar; no quiero volver a ese sueño y encontrarme cara a cara con la mujer árbol y su cuello quebrado, y quizás un destacamento de policías italianos en pantalón corto tomando notas en sus cuadernos y recogiendo pruebas de la escena del crimen. Quiero despertar, salir de la cama, correr fuera de la cama. Quiero sentarme sobre el suelo frío y escapar del maldito colchón viscoelástico, que ahora me parece casi un lecho de arenas movedizas. Sigo sin poder gritar: me escucho en la cabeza y en la garganta, pero no grito. Las manos aún no se mueven.

Pienso que quizás sigo dentro del sueño. ¿Y si aún estoy soñando, pero no puedo moverme? Pienso que quizás podré encontrar la paz con este nuevo ataúd en que parece haberse convertido mi cama si me dejo caer de nuevo en los brazos de Morfeo... O quizás estoy tan cansada que necesito dormir, dormir de verdad, dormir sin sueños. En cualquier caso, relajo la cabeza y todo se funde a negro. El croma se apaga. La foto se quema. Apagan las luces, y me voy. Mi almohada se abre como una trampilla a un pozo sin fondo, desaparece en un vórtice negro, y mi cuerpo se vuelve de repente liviano y me escurro dentro del pozo. Por suerte, mi equilibrio, mi cerebelo o quizás simplemente mi instinto de supervivencia, interpretan ese pozo como un pozo de verdad y, para protegerme de una infeliz caída que me llevaría sin duda hacia la muerte, consiguen finalmente despertarme.


Me siento en la cama rápidamente, como un resorte. Ahora sí, estoy fuera del croma: mi cama es mi cama, mis sábanas, el ruido de la calle, el frío del suelo en los pies. Salgo casi corriendo de la cama y la observo desde el quicio de la puerta, algo desordenadas las sábanas pero nada más, aparentemente pacífica, ajena al terror que acaba de albergar. En este momento sólo pienso en que nunca jamás quiero volver a dormir. Nunca, nunca, nunca jamás quiero volver a dormir.

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