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sábado, 8 de febrero de 2020

2 - delirios

Los delirios auténticos son aquellos en lo que aquel que delira consigue convencer al que tiene enfrente de que sí, efectivamente, hay un alienígena en la habitación parado justo en el quicio de la puerta, con cuernos azules y una larga lengua morada, y que esa arruga de la chaqueta en su hombro es en realidad un duendecillo, y que ese pitido rítmico que ambos podéis escuchar es el lenguaje secreto del duendecillo diciéndole al delirante que queme el edificio hasta los cimientos. 

Pero, ¿son delirios cuando la historia está perfectamente organizada y sustentada sobre sólidos cimientos, cuando no tiene fisuras, cuando la probabilidad de que el duendecillo esté sentado en el hombro es realmente del ochenta y cinco por ciento? ¿Son delirios? ¿Es pensamiento catastrófico? Evidentemente que lo es, pero bien organizado. 

No es especialmente difícil empezar a desmontar el delirio del duendecillo. Resulta una maniobra muy visual: basta con coger la mano del delirante y ponerla en su hombro, y podrá palpar aire y nada más que aire. Las primeras cuarenta y siete veces dirá que el duendecillo se ha resbalado, que estaba ahí hace un momento, o incluso creerá que realmente es incorpóreo. Pero al final el delirio se fisurará y terminará quebrando. 
Ahora, imaginad que el delirante se lleva la mano al hombro y ¡puf!, ahí está el duendecillo. Le toca una pata, otra pata, y llega a meterle un dedo en la nariz. Y en ese momento el duendecillo desaparece. Las siguientes veces que lo busque lo hará convencido y ansioso, y tras quince intentos frustrados, empezará a desistir; sin embargo, al décimosexto intento volverá a palpar los dedos de las manos del duendecillo y la hoguera del delirio se avivará de nuevo. Y así hasta el infinito. 

Quizás todo lo que acabo de ordenar tan educadamente no sea más que una maniobra muy bien organizada para justificar mis delirios. Quizás sea, ¿cómo lo llaman?, tirar el dardo y pintar la diana. Seleccionar, de los miles de millones de conchas de la playa, las tres que son rojas e iridescentes y colocarlas en un museo, y organizar a su alrededor una exposición y una muestra cultural sobre cómo las conchas rojas son características de nuestra playa en cuestión. En resumen, tergiversar, magnificar, distorsionar. 
Ahora, imaginemos que las conchas rojas son venenosas. ¿No montaríamos un operativo de protección civil alrededor de esas conchas? ¿No intentaríamos encontrarlas y aislarlas del resto para evitar daños? Finalmente, hablamos de lo mismo: de prioridades. De a qué otorgamos o dejamos de otorgar importancia. De qué lugar de la escala asignamos a cada elemento. 



O quizás simplemente hoy estoy siendo incapaz de asumir la incertidumbre. Quizás hoy estoy siendo muy, muy, profundamente incapaz de comprender que me han diagnosticado una enfermedad crónica de la que no se conoce la causa ni una cura efectiva; y, aunque es probable que pueda llevar una vida normal, y es extremadamente poco probable que me vaya a morir de esto, también hay un pequeño margen de que no sea todo como en los sueños húmedos del jodido míster Wonderful, y que todo termine muy mal. O peor, que no termine, que se eternice y nunca acabe y me esperen años de espera y sufrimiento como brasa a medio quemar. Quizás hoy estoy siendo incapaz de hacer nada que no se agarrarme a esos números rojos porque, joder, tengo muchos defectos: no sé aparcar el coche, me pongo de mal humor cuando tengo hambre, odio fregar los platos y soy muy pesimista. Es lo que hay. Venía en el paquete. 

Hoy he intentado decapar de pintura una miniatura de plástico en la que estaba trabajando, y al sumergirla en acetona he estropeado algunos detalles, entre ellos los detalles más finos de la cara. Y me ha parecido una metáfora odiosa de cómo me siento: como si me estuviese disolviendo. Como nadando en una piscina infinita de alquitrán caliente. 

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