Seguimos con esta cosa enferma.
II
Un muchacho alto y un poco desgarbado, con la piel sanamente bronceada y una expresión perdida en los ojos, corría por una concurrida calle con un papel en la mano y respirando deprisa. Pensaba: “no llego… no llego… no llego… “Dobló una esquina sin saber ni siquiera donde estaba y se encontró de frente con la enorme verja abierta del Campus Universitario. Entre él y el enorme edificio neoclásico se extendía un jardín brillante y cuajado de flores bajo el sol de septiembre, que además estaba atestado de grupos de alumnos que conversaban muy alegres y se saludaban tras un verano con mil cosas que contarse.
Jan dejó la maleta a su lado y se apoyó en sus rodillas, respirando con dificultad. Cando hubo recuperado el aliento, alzó la miraba, se alisó el pelo rubio pulcramente peinado y la corbata, tomó aire y echó a andar. En un trayecto que se le antojó interminable, empezó a escudriñar a todos los alumnos que se arremolinaban en la entrada. Fue aminorando el paso, cada vez más sorprendido, hasta que se detuvo, rodeado de gente.
Sólo podía pensar que no imaginaba que tanta gente pudiera hacer tanto ruido, Captaba mil voces, mil palabras, mil caras y miradas. A su derecha, dos chavales más jóvenes que él hablaban entusiasmados sobre una alemana que uno de ellos había conocido y de una sueca que había conocido el otro, por supuesto intentando que cada historia sonara más fantástica e increíble que la otra. A su izquierda, oyó una risa cantarina y melodiosa, y se volvió al instante. La dueña de aquel canto, que a Jan le recordó al de su madre, era una chica alta y morena, simplemente preciosa. Estuvo una eternidad mirándola, hasta que al final volvió al mundo real. Se agachó y cogió un nomeolvides blanco que había en un parterre a su lado, se acercó hacia la chica, que estaba rodeada por un grupo de muchachas, y le extendió el nomeolvides en cuanto ella reparó en su mirada. Sus amigas ya habían enmudecido para entonces, y ella lo observaba con mucha curiosidad.
- Hola – dijo – me llamo Jan. Las chicas guardaron silencio, y la morena extendió finalmente la mano, dudosa.
- Yo soy Anne – dudó, y se prendió el nomeolvides del pelo – encantada de conocerte.
- Madre mía, ¿pero tú de donde sales? – dijo una chica muy bajita y con las mejillas gruesas y rojizas.
- Si pareces Jhonny Hooker, pero en versión inocente – una muchacha alta y escuálida, con una cara que recordó a Jan a la del caballo de su padre, se rió de su propio chiste – qué raro eres.
- Callaos, sois unas buitres – Anne sonrió a sus amigas y miró a Jan – gracias por la flor, pero no tenías porqué.
- Pues claro que sí – dijo él – aunque tu luces más que ella.
El silencio se cernió sobre el grupo. La sonrisa de la chica-caballo le resbaló de la cara, la chica bajita soltó una risotada, y la sonrisa relajada de Anne se tornó en una tensa mueca. Todas la miraban, expectantes, esperando su reacción. Jan lucía su expresión más verdadera de angustia y desconcierto, una expresión que gritaba: ¿qué he dicho…? – Cuando Anne abrió la boca para hablar, el reloj marcó las nueve en punto, la muchacha le miró con un atisbo de disculpa en la mirada y esperó a que sus amigas echaran a andar hacia el edificio para dedicarle una sonrisa rápida y seguirlas. Jan se quedó mirando cómo las tablas de la falda de su uniforme ondeaban alrededor de sus piernas y cómo su pelo bailaba con ella, y hasta que todos los alumnos no hubieron entrado en el edificio, no echó a andar, pensando: mal empezamos…
Qué joven, qué ingenuo, qué brillante es el resplandor del cielo. Hummm esto empieza.
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