Capítulo 1: motivo de consulta
1.
Stephan
Stephan suspiró y se frotó la frente con el
dorso de la mano. La bata blanca le rozó la piel y sintió las ya familiares
descargas eléctricas descendentes en un lado de la cara. La mierda de chips
liberadores de analgésicos que se había comprado para prevenir la migraña no
iban a hacer más que darle problemas.
Se levantó trabajosamente del sillón en el que
estaba apoltronado, dejando a un lado el informe médico que había escrito y
revisado más de una veintena de veces; seguía sin estar a gusto con el maldito
papelajo, y no sabía por qué. No saber cosas lo ponía nervioso. Cogió la gruesa
carpeta de seguimiento, la roja, y se la encajó bajo el esquelético brazo antes
de salir. Pronto necesitaría un codo nuevo.
Las suelas de goma de sus zapatillas deportivas
chirriaban contra el suelo de linóleo del pasillo del centro de investigación.
Las luces estaban apagadas, y Stephan se movía guiado por la tenue penumbra
amarillenta y sucia que se colaba por entre las rendijas de los filtros de aire,
aunque sobre todo por el profundo conocimiento que tenía de aquellos pasillos.
Giró a la izquierda en el control de
enfermería, cerrado a esas horas de la noche (los suplementos de melatonina
financiados por el gobierno para suplir la falta de sol eran algo normal en la
vida de la gente) y se encontró con la puerta del pasillo abierta. - ¿Qué
cojones? - dijo en voz alta, y dio un paso adelante. El corredor con las habitaciones
1 a 40 se extendía ante él, bañado en su principio por una luz amarilla sucia
que emanaba de la habitación número 1. En las primeras 5 habitaciones colocaban
a los sujetos más nuevos, aquellos que acababan de entrar en el estudio. Los
más complicados. Los que más tendencia tenían a arrancarse los implantes y a
pedir la eutanasia a gritos; esas cosas no eran buenas para los nervios de
Harra, la enfermera jefe; tampoco para los de Stephan, que a veces hasta los
perdía.
Corrió de vuelta al puesto de enfermeras y, en
un abrir y cerrar de ojos, se llenó los bolsillos de la bata con tres pares de
guantes, varios botes de solución alcohólica para desinfectar, algunos paquetes
de ese asqueroso hilo auto – anudable que acababa de desarrollar la Bayer (o la
Santa Madre Farmacéutica, como la llamaba Harra), dos pares de pinzas y una
mascarilla. Cuando llegó a la habitación, aún anudándosela, se paró en seco.
Doel, el estudiante de salud que pasaba con él las mañanas, estaba inclinado
sobre la cama del sujeto número 1 y le suturaba con manos torpes la herida de
la espinilla; esa maldita herida que, desde que se la abrió la segunda noche de
su estancia en el centro, no había parado de dar problemas. Stephan entró
bruscamente a la habitación
– ¿Se puede saber qué cojones estás haciendo? - interpeló al chico.
– Doc... doctor... se había abierto la herida otra vez, y... no – no
podía hacer que pa... pa... parase de san... sangrar, y... - cuando estaba
nervioso, el insulso pelirrojo tartamudeaba, lo que hacía que a Stephan le
pareciera aún más blando e inútil.
– Cállate. - atajó. Se dirigió hacia la cama y se colocó al lado del
sujeto, que miraba al techo con su ojo humano fijo, y el mecánico temblando
espasmódicamente en su cuenca inflamada.
Tenía sangre en las mejillas, trazos gruesos y
desvaídos que debían llevar allí varios días. Olía a mierda y a orina. El
implante del ojo tenía una pinta asquerosa, se dijo Stephan, cada día peor. Los
agarres se habían movido y había dejado tras de sí su rastro en forma de incisiones
profundas en la piel. Incluso en los superiores se podía intuir el blanco
desvaído del hueso frontal. Además, del ángulo lagrimal de la cuencia
artificial goteaba un pus azulado y apestoso; pero era demasiado azul. En ese
momento Stephan se dio cuenta de algo que lo hizo ponerse aún más nervioso:
quizás no era pus, sino una fuga del vítreo del ojo biónico. Si así era...
probablemente estuviera ya en el sistema nervioso, y el sujeto número 1 era ya
prácticamente pasto de los carros – horno. Lo que más le molestó a Stephan de
todo aquello era que al día siguiente tendría que aguantar a algún radiólogo
subido de tono para que le hiciera una resonancia magnética a aquel
desgraciado. Y además esa noche le tocaría anotarlo todo. Se inclinó sobre el
sujeto para ver de más cerca la pupila, y en ese momento el hijo de puta se
revolvió y fijó el ojo humano en Stephan. De su boca llena de costras no salió
más que un gorgoteo bien entendible:
– Máteme. - Stephan hizo una mueca de asco y se alejó unos centímetros.
– Que te calles, joder – fue toda su respuesta.
Suspiró y luego posó sus ojos en Doel, que
estaba terminando otra sutura terriblemente mal realizada. Salió de la
habitación arrastrando los pies y miró hacia el pasillo vacío a su izquierda.
Tenía que terminar la ronda antes de las cinco de la mañana, o ese día no iba a
dormir una puta mierda.
2: Meera
Meera abre la puerta de su apartamento con la
mano derecha e ignora, por última vez, la corriente de dolor que le sube hasta
la escápula. Traspasa el umbral y cierra a su espalda con una patada distraida;
los pistones mal engrasados del tobillo metálico de su prótesis chirrían;
Stephan le había dicho mil veces que tenía que llamar a un técnico y no hacer
esos movimientos tan forzados. Se acerca arrastrando los pies hasta el sofá de
cuero, soltando en el camino la bolsa que lleva colgada a la espalda. El
ordenador integrado de la casa le da la bienvenida por medio de una transmisión
aterciopelada directa a su oído, como el susurro de un amante: buenas noches,
señorita Vanhaecke. Meera da un respingo y escupe: ¡joder! Siempre igual. - Se
recuesta de nuevo en el sofá y se pregunta por qué encargó el aparato en un
primero momento. Una vocecilla en su cabeza le responde, pero esta vez es un
eco de sí misma, no un mensaje pregrabado de bienvenida: porque te limpia la
casa, puta. Si no fuera por el aparato estarías nadando en mugre.
La muchacha abre los ojos, sobresaltada. Apenas
queda ruido en la calle y la luz es mortecina. Se ha quedado dormida en el
sofá. Enciende la pantalla de su E-life con un toque del dedo índice de la mano
izquierda, y se queda mirando aquel recuadro verde encastrado en su antebrazo.
Las dos y cuarto de la madrugada, mierda. Mañana le va a doler la espalda. Se
despega trabajosamente del sofá, con un nuevo y repetitivo chirrido de protesta
del tobillo, y se dirige hacia la cama arrastrando los pies. El E-life vibra
con timidez: tienes un mensaje.
-
¿Pero qué cojones? – dice en voz
alta mientras se sienta en la cama y se quita los zapatos con el pie contrario.
-
Meera Vanhaecke, tiene un mensaje
de – aquí se produce un cambio de voz que a Meera siempre le resulta cómico –
Stephan Daral.
Acto seguido aparece la cara de Stephan en su
pantalla, formada por una matriz de líneas verdes y azules (a Stephan le había
resultado divertidísimo configurarse a sí mismo con uno de esos temas
prefabricados que se podían descargar de la E-tienda por el módico precio de
500 bitcoins, y aquel era el resultado), y suena su voz:
-
Meera, cariño, esta noche tampoco
voy a poder ir a dormir a casa. Lo siento. Me han encargado un informe médico
más largo que su puta madre y va a ser imposible terminarlo antes de la ronda
nocturna. Intentaré llegar lo antes posible después del cambio de turno, ¿vale?
Te quiero.
Un pitido, y luego silencio. Meera sacude la
cabeza y siente formarse el ya familiar nudo en la base del cuello. Se pregunta
si tendrá cáncer de tiroides, o será la jodida depresión. Se echa en la cama
aún con la ropa del trabajo puesta, y se duerme casi al instante.
3: Taki
Taki se mete las manos en los bolsillos y pega
la espalda a la pared de la marquesina de cristal blindado mientras ve bajar el
elevador de la calle Mesly. Viene lleno de gente; estas horas son siempre una
auténtica mierda. Rebusca en el bolsillo del abrigo y toca su tarjeta de
crédito, la saca y le da un par de vueltas entre los dedos. ¿Quedará dinero
para coger ese día el transporte e ir a trabajar? Se pregunta. La
incertidumbre.
El elevador frena con un silbido y un resoplido
frente a él, y una estampida de gente triste y maloliente se desborda de él
como el pus de un absceso recién reventado. Taki espera paciente, y pasa en
último lugar, detrás de una mujer mayor con uno de esos implantes semifaciales
baratos. La mujer le recuerda a Terminator si tuviese ciento cinco años y se
llamase Ophelia. Sonríe ante su propia ocurrencia.
Entra en el vagón, pasa la tarjeta por el
lector, dos pitidos, luz verde, alivio. Un día más al límite, piensa, y se
sienta en uno de los primeros asientos. Echa una mirada al E-life; todavía son
las ocho menos veinte, así que llegará a tiempo al trabajo. Pasa el dedo por la
pantalla del E-life, y abre la sección de noticias: como siempre, basura. Corea
del Norte realiza el décimo ensayo nuclear esta semana. E-life convoca su
reunión anual: reportan ganancias millonarias. Nuevo golpe de estado en Burkina
Faso: el país está bajo el dominio de la junta militar. Nuevas aplicaciones
para su E-life: ¡toque aquí para ver el menú de ayuda!. El vagón arranca con
una sacudida espasmódica y Taki, sobresaltado, apaga la pantalla con un paso
del dedo por encima y queda absorto en sus pensamientos, mirando por la
ventanilla sucia. Vale, de acuerdo, quizás queda absorto en el culo escultural
de una japonesa enfundada en un mono de látex que camina por la acera contraria
con aires de femme fatale.
Otra sacudida espasmódica lo saca de su
ensoñación, y al mirar a su alrededor repara en que ya ha llegado a su destino:
a su izquierda se alza el edificio imponete, grisáceo y ortogonal del Hospital
Henri Mondor. Es un edificio antiguo construido casi trescientos años antes; o,
al menos, el enclave lo es, ya que Taki no cree que tras las múltiples reformas
que ha sufrido quede algo del edificio original.
Un río de trabajadores, grisáceo y frío, se
desliza hacia la puerta principal. Algunos estudiantes con vestimentas
coloridas e implantes de fantasía se separan del río gris para dirigirse a la
facultad de medicina, en un edificio anexo. Taki repara en una chica de unos
veinte años de edad, que muestra a sus amigas orgullosa un implante de globo
ocular derecho adornado con pequeñas piedras de bisutería engarzadas; cuando lo
mira con más detenimiento se da cuenta de que el globo ocular protésico está
lleno de un vítreo color rosa chillón y motas de purpurina dorada.
Cae una lluvia fina, aunque pesada. El agua
está fría, y Taki cree notar un escozor punzante en la cara con cada gota que
le cae. Cientos de científicos han desmontado una y otra vez la teoría de la
lluvia ácida, ya lo sabe, pero no puede ignorar esa sensación punzante, como si
le picaran rítmicamente mosquitos muy malintencionados en la cara. El cielo
tiene un color gris plomizo con una tonalidad verdosa, y parece abombarse hacia
la tierra, cargado de nubes. El cielo de París últimamente no se despeja con
frecuencia; de hecho, se funde con las aguas espesas y repugnantes del Sena.
Taki alcanza el torno de entrada y pasa su
tarjeta identificativa. Las puertas se abren con un pitido y una luz verde. El
robot de bienvenida le saluda con su voz monocorde: „Buenos días, señorita
Takanawa. Espero que su día sea productivo y placentero. Recuerde que
encontrará en su escritorio la notificación de nómina del pasado semestre, así
como la relación de objetivos para el semestre próximo. Bienvenida al Mondor. „
De camino hacia el ascensor principal Taki echa
una mirada al tablón digital que adorna la pared norte del vestíbulo. Aquí es
difícil encontrar cosas interesantes, todo el mundo tiene acceso y puede
introducir su anuncio mediante una consola situada en un lateral. Sin embargo,
a veces se encuentran cosas curiosas en la sección „Intersalud“: aquí aparecen
anuncios y notificaciones de distintos hospitales y centros de investigación,
así como información para pacientes y familiares. Taki repara en un anuncio
colocado en el centro del tablón: „Centro de Investigación Biomédica Mary
Shelley inicia nuevo ensayo clínico. Prueba de materiales nuevos en
ciberimplantes de última generación. Se reclutan voluntarios“. Se queda parada
unos instantes enfrente del anuncio, con las palabras „Se reclutan voluntarios“
resonando en su cabeza. Finalmente escanea el anuncio con la cámara integrada
del E-life, sacude la cabeza y, casi al instante, lo olvida.
4:
Stephan
Stephan entra a trompicones en la sala de
reuniones: el descomunal reloj digital sobre la larga mesa marca las 7:31.
-
Doctor Daral, gracias por
deleitarnos con su presencia – dice con sorna el doctor Olsdaal, fornido y
orgulloso jefe de servicio de Neurología y portador de uno de los primeros implantes
hipocampales desarrollados casi diez años antes.
-
De nada, Marcus. Siempre es un
placer. – contesta Stephan mientras se quita el abrigo y silencia su E-life.
La sala ríe con timidez. Unos quince médicos y
neuropsicólogos se sientan a los lados de la larga mesa de reuniones,
presididos por la figura herida de Marcus Olsdaal y una descomunal pizarra
digital que casi nunca utilizan.
-
Como iba diciendo – retoma Olsdaal
mirando a Stephan de reojo – esta reunión de resultados era crucial y debía ser
realizada con la mayor celeridad. Hace dos años que iniciamos el estudio
Proteus, y aún seguimos teniendo – traga saliva – carencias.
-
Lo sabemos, doctor Olsdaal.
Nosotros realizamos el trabajo de campo y somos los más conscientes de ello,
pero hay ciertas circunstancias que no podemos modificar, y contratiempos
inesperados – le ataja una mujer de unos cincuenta años de piel castaña, con el
cabello oculto bajo un pañuelo adornado con formas geométricas azules, con una
identificación colgada al cuello y una multitud de bolígrafos agolpándose en el
bolsillo de su bata.
-
Lo sé, Farida. Pero no termino de
asumir que los contratiempos sean tan importantes que no os permitan
continuar... O que os lleven a errores metodológicos y éticos tan importantes
como los que he visto esta semana – contesta Olsdaal, dirigiendo una mirada
incisiva a Stephan.
Se hace el silencio en la sala.
-
¿A qué te refieres exactamente,
Marcus? – ataja Stephan con suspicacia. – Espero que no estés hablando del
incidente del módulo 1, ni del material de los implantes oculares, tampoco de
la filtración a esa mierda de revista E-yellow de que estamos usando
estudiantes para las tareas de auxiliares de enfermería... No sé. Me gustaría
recordarte que tú eres el coordinador y jefe del proyecto, y si hay tantos
fallos es quizás porque nos tienes arrinconados en la mierda más absoluta y en
condiciones tercermundistas...
-
Stephan, me estás cabreando – le
cortó Olsdaal – no sé si tengo que recordarte precisamente eso yo a tí: que soy
el jefe del proyecto, y además tu jefe, y creo que me debes guardar un cierto
respeto.
Se hizo el silencio en la sala. Stephan lanzó a
Olsdaal una mirada encendida, ávida y llena de furia, que hizo que los médicos
sentados junto a él parecieran encogerse en sus sillas. Se podía cortar el aire
con un cuchillo.
-
Podrías empezar a comportarte como
tal, entonces, y por una vez bajarte al barro y no sólo defender tus
privilegios – escupió Stephan.
Farida abrió la boca en una O atónita, aunque
había hilaridad en sus ojos. El equipo de neuropsicólogos en pleno bajó la
mirada y se dedicó a la contemplación atenta del suelo de tarima. Marcus
Olsdaal se quedó petrificado, y al instante pareció desinflarse dentro de su
bata. Miró a ambos lados, incrédulo, y luego volvió a posar la mirada sobre
Stephan como preguntándose por qué seguía allí. Éste pareció recoger el testigo
de su jefe y salió de la sala con paso neutro, igual que había entrado.
El reloj digital sobre la pizarra marcaba las
7:38.