En la calle Sastrería se oye música todas las
tardes, entre las siete y las ocho. Los vecinos más longevos del lugar se miran,
cómplices, al pasar por las puertas del taller y sus hijos y nietos se encogen
de hombros, sin entender.
El número uno de la calle más céntrica del casco antiguo
de Cualquier Ciudad no era un portal solitario, ni una panadería, sino un local
enorme con la entrada ancha y luminosa partida en dos por una columna de
espejos. En sus buenos tiempos, claro. Ahora es una ancha abertura tapada con
tablones de madera carcomida por el tiempo y gruesos clavos, ya oxidados. Languidece
entre nuevos vecinos y calles que bullen
de turistas, pero que aún así, se burlan del tiempo.
Sobre aquel local, descansan a la intemperie tres
pisos, y sólo uno de ellos está habitado. Los otros dos lucen el método universal
de clausura: tablones en las ventanas y en las puertas. El primer piso es
pequeño y está muy pulcramente cuidado; allí sólo vive una pareja de ancianos
tímidos aunque muy solícitos, que cuidan de la escalera como si fuera suya.
Recuerdan cuando aquel inmueble lucía flores de mil colores en sus balcones e
intentan, al menos, que no se apague demasiado. Ella es muy pequeña y tiene el
cabello algodonoso. Él es alto y delgado, y lleva siempre unas pequeñas gafas
con forma de media luna sobre la nariz
Cuando en aquella ciudad los jóvenes aún llamaban de
usted a sus padres, sólo los más ricos y modernos podían tener televisión y los
hombres arrugaban la nariz con las ansias libertarias femeninas, cada vez más y
más tiendas florecían en el casco antiguo de Cualquier Ciudad. Entre ellas, la
más grande, luminosa y envidiada era
“Confecciones Manuela”. Un gran letrero de madera roja presidía un escaparate
muy ancho y luminoso, y una entrada simétrica que dejaba entrar toda la luz del
día a la tienda, separadas ambas por una columna de espejos. El local era una
tienda rectangular y profunda, organizada en tres pasillos de maniquíes que
lucían los últimos modelos de Paris, Londres e incluso Moscú. O eso decían sus
dueños.
Manuela era la señora de aquella calle. Una mujer
alta y hermosa, con el cabello negro como la noche y unos ojos verdes que
quitaban el hipo a todo el que se cruzaba en su camino. Iba del puerto a la
tienda con una enorme cesta de mimbre apoyada en la cadera y un vestido rojo de
lunares blancos. Decían en su calle que era la luz de las mañanas, alegre y
viva, joven y hermosa. Y fue a enamorarse de un hombre tranquilo, delgado y con
una sonrisa insegura de adolescente. Para los hombres del barrio, su marido José
no le llegaba ni a la suela del zapato, y para las mujeres, era el mejor hombre
que podía haber encontrado: la quería, la trataba como a una igual y no
meramente como a un objeto. Lo único que él sabía era que vivía para ella, y
ella para él.
Confecciones Manuela crecía y crecía, y sus modelos
montados en maniquíes de color caoba se fueron haciendo famosos. Mujeres de
toda la ciudad se acercaban a veces a la tienda, aunque no compraban demasiado;
más bien les gustaba probarse los vestidos más originales y extraños, coloridos
y distintos. Aunque no pudieran ni quisieran llevárselos a casa, verse en ellos
las hacía sentir como si viajasen a lugares y tiempos remotos.
Confecciones Manuela crecía despacio y con paso
firme; Manuela y José no ganaban como para pensar en un local más céntrico, o
quizás en viajar a ciudades más grandes y brillantes, a los lugares exóticos de
los cuales venían sus diseños. Sin embargo, la tienda se mantenía, y a veces
sus dueños podían permitirse algún capricho.
José era un hombre callado, eso lo sabían todos los
que habían pisado alguna vez Confecciones Manuela, pero Manuela era la otra
cara de la moneda. Cada vez que alguien ponía un pie en su tienda, Manuela
saludaba educadamente y, en dos o tres segundos, el cliente estaba envuelto por
un aura de alegría y movimiento; Manuela llevaba y traía vestidos por la
tienda, de miles de colores y tallas, buscaba el mejor modelo y el más
favorecedor.
Manuela y José eran tal para cual, siempre tan
distintos que se unían como piezas de puzle. Quizás, dicen las malas lenguas,
esa era la razón de que la calle Sastrería comenzara a bullir de envidia. Los
hombres lanzaban inmundicias y confabulaciones sobre Manuela con la sola
pretensión de que llegaran a oídos de su marido José y le hicieran abandonarla;
las mujeres murmuraban a las espaldas de aquel hombre taciturno, e incluso
instaban a la propia Manuela a abandonarlo. Todas aquellas mentiras sobre la
pareja fueron creciendo y creciendo, pero el amor que Manuela y José sentían el
uno por el otro era demasiado grande como para plantearse la certeza de
aquello. Si se hubieran fiado de las habladurías, es decir, si éstas hubieses
sido ciertas, ambos habrían merecido la eterna condena, la tortura del
infierno.
Sin embargo, pasaban los meses y nada movía los
cimientos de aquel idílico matrimonio. Durante un verano, incluso, Confecciones
Manuela recibió la inesperada visita de una princesa europea que estaba de
vacaciones en la ciudad. Como luego contarían, la mujer era una ricachona
pomposa y estirada que, al final, sólo compró un pequeño chal azul.
Al final, el gran castillo de naipes fue derrumbado
por una mano inclemente. Como después dirían las malas lenguas, era todo demasiado
bonito como para ser verdad. Una mañana, José se levantó temprano y besó a
Manuela en la mejilla. Se puso un abrigo largo y su sombrero, y salió sin
apenas hacer ruido. Se encaminó con paso tranquilo hacia el centro de la
ciudad, al almacén de telas de su proveedor. Cuando llegó, el almacén acababa
de abrir; aún flotaba en el aire el olor a ropa nueva, a tela sin usar, que
llenaba el aire de aquel almacén; no siempre era un olor agradable.
José entró en el almacén y habló durante un rato con
el director; en ese tiempo, lo notó taciturno e huidizo. Firmó un contrato por
cincuenta metros de seda de varios colores, a entregar dos semanas después, y
salió del almacén con el sombrero en la mano, apretándolo compulsivamente;
tenía un mal presentimiento, algo no iba del todo bien.
De forma inconsciente, José comenzó a andar hacia la
tienda con paso más bien rápido, sintiendo cada vez más fuerte una presión en
el pecho. Cuando alcanzó la gran puerta de “Confecciones Manuela”, no habiendo
sido capaz de pensar en nada durante el camino, sintió un súbito peso en el
estómago. Los vecinos de los pisos superiores, los de las casas de alrededor e
incluso los dueños de la pastelería de la esquina estaban al fondo de la
tienda, amontonados. Una mujer gritaba.
José se abrió paso a codazos entre la multitud hasta
donde estaba el mostrador de la tienda. Sobre el cristal había sangre, y en el
suelo, un bulto alargado cubierto con una sábana azul. José se desmayó en ese
justo momento, y fue llevado al hospital en la misma ambulancia en la que
transportaron a su mujer muerta. Cuando se despertó, le dijeron que se había
golpeado en la cabeza, aunque ya estaba en condiciones de ser dado de alta.
José no preguntó por Manuela; le pareció innecesario.
Enterró a su mujer, asesinada por un antiguo amante
militar que había decidido impartir un poco de su particular justicia en el
mundo, sin ceremonias ni fiestas. Cuando acabó el entierro, José se miró en el
espejo y vio a un hombre diez años mayor, con profundas ojeras y una fina línea
a modo de boca, una boca que juró no volver a abrir.
El mismo día del entierro, cerró la tienda sin tocar
nada. Aún flotaba en el aire el olor del perfume de Manuela cuando José terminó
de colocar el último tablón en la puerta. Se sentó en el centro de la tienda,
junto a un maniquí de caoba algo desgastado y vestido con un traje de chaqueta
rojo. Alzó los ojos hacia el maniquí, y vio el rostro estilizado y bellísimo de
Manuela en él, un rostro sonriente de añoranza y a la vez acusador; el rostro
de un fantasma.
José se incorporó en ese momento y salió de la tienda
penumbrosa por la puerta trasera, que llevaba al edificio superior, donde
estaba el pequeño piso en el que vivían. Si el piso le había parecido siempre
algo pequeño, aunque acogedor, ahora creyó encontrarse en medio de la enorme
nada. Bajó los ojos, se sentó en su escritorio y garrapateó seis líneas en una
cuartilla amarillenta. Las firmó y las introdujo por debajo de la puerta de sus
vecinos de enfrente; sabía que los ancianos no le negarían su ayuda. Entonces,
metió todos sus libros en una gran caja de madera y los bajó a la tienda. Cerró
la puerta, besó el pomo en el que Manuela había puesto tantas veces sus manos y
se juró no volver a abrirla nunca más.
Así fue como José decidió guardar su particular luto
a Manuela. Sobrevivió gracias a la comida que sus vecinos le bajaban
diariamente, usaba el pequeño aseo para clientes que había en la tienda y
dormía arrebujado en un rincón, acomodado sobre unas sábanas y vestidos que
había amontonado.
Hoy, la ciudad ha cambiado y las gentes, también. Sin
embargo, parece que la calle Sastrería ha sobrevivido a los cambios; se oye
música entre las siete y las ocho, y sólo los más longevos del lugar saben que
tras esos tablones ha encanecido José con la sola compañía de los maniquíes de
caoba y el recuerdo de Manuela.
Muy bien escrito :)
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