I
Arrastraba los pies por el asfalto, como siempre, mientras
los pantalones me golpeaban los gemelos, enardecidos por el viento, como
siempre, de camino al trabajo, como siempre, en un día normal y corriente, como
siempre. El cielo estaba limpio esa mañana; parecía tener una coartada sólida.
Se cruzó en mi camino el señor Morris, como siempre, con su sonrisa de colchón
de viscolátex y su barra de pan humeante bajo el brazo; todas las mañanas me
imaginaba que, debajo de aquel brazo, debía de tener una quemadura enorme, de
piel cetrina y seca. Tras él corría su perro Danny, absurdo y feliz, como
siempre. Unos metros más allá pasó Emily, haciendo footing, las piernas
torneadas embutidas debajo de un maillot increíblemente artificial, la breve
camiseta empapada de un sudor surrealista, la coleta castaña dando latigazos en
su nuca bronceada; como siempre, me sonrió con picardía. Todas las mañanas me
imaginaba que le escupía en esa cara de super - woman autosuficiente. Justo
antes de doblar la esquina, pasó frente a mí la prole de los Harris, esos
cuatro chavales rubios y prácticamente fotocopiados de voces agudas y mochilas
enormes. Me saludaron con la mano, les dediqué una sonrisa y crucé la calle
tras ellos. Como siempre.
En medio del paso de peatones había algo en el suelo, algo
que nunca había estado allí. Un manojo de llaves yacía sin dueño; me agaché a
recogerlo y algo me llamó la atención. No contenía más que cuatro llaves y un
llavero esférico, pero... La primera llave era cuadrada, plateada, pero tenía
una diminuta etiqueta hecha con un trozo de papel y algo de cinta adhesiva en
la que se podía leer, escrito con caligrafía diminuta y angulosa,
"mazmorra". Las otras tres llaves, anodinas en su forma, llevaban sendos
cartelitos según los cuales una de ellas abría el "castillo", otra el
"ataúd" y la última y más sorprendente, el "cerebro". El
llavero tampoco me dejó indiferente: era una esfera azul de algún material
duro, con unos ojos saltones que me miraban en relieve y una boca sonriente.
II
Llegué a casa tarde, pasadas las diez. El viaje en metro me
había agotado y estaba de mal humor, como todos los miércoles. Me dí cuenta de
que todo el mundo solía odiar los lunes, pero yo no. A mí los lunes me sacaban
del tedio de los fines de semana; pero los miércoles eran sibilinos,
maleducados, eran la antesala del nuevo aburrimiento semanal.
Me dejé caer en el sofá con la chaqueta arrugada en la
espalda y la corbata desparramada sobre la incipiente barriga. Solté el maletín
a mi lado. Me dí cuenta de que tenía un enorme y grosero lamparón en la camisa
desgastada. Qué importa, pensé.
Alargué el brazo hacia el mando de la televisión, un aparato
modesto de pantalla plana (porque ¿quién no tiene una TV de pantalla plana hoy
en día? Hay que ser fracasado...), y lo encendí. Apareció una mujer preciosa,
surrealista, envuelta en un vestido dorado y destelleante. Parecía un ángel.
Entrecerré los ojos ante la luz súbita, y me di cuenta de que se trataba de uno
de esos asquerosos anuncios de perfumes en los que el amor, el éxito, el
glamour, el dinero y la felicidad parecen contenidos en una agradable botellita
de 100 mililitros. El siguiente anuncio también era de perfumes (esta vez, la
botellita contenía la eterna juventud), y el siguiente, de bombones Ferrero.
- ¿Pero qué cojones pasa hoy con la tele? - dije en voz
alta.
- Ah, joder, es verdad, es que es Navidad - me dije a mí
mismo.
Miré a mi alrededor, a mi estúpido piso de 40 metros
cuadrados, oscuro y sucio, mal decorado, medio vacío y a la vez demasiado lleno, sin libros, sin
películas, sin ni siquiera una guitarra en el rincón o un triste caballete con
un óleo a medio pintar. Sólo una cama deshecha, una mesa de plástico con mi
portátil abierto sobre ella, un váter y una ducha escondidos detrás de un
biombo y una cocina maloliente y cubierta de polvo. El póster de Pink Floyd
sobre la cama me pareció una burla.
Anduve hacia la única ventana del piso con los zapatos
desatados y arrastrando los pies. Afuera, el piso 26 del edificio de enfrente
estaba a oscuras. Me sentí solo.
Abrí la ventana y un frío glaciar me golpeó la cara. De
repente, sin saber muy bien cómo ni por qué, me encontré andando hacia la mesa
y cogiendo una de las sillas. La coloqué bajo el quicio de la ventana y subí un
pie, firme, decidido. Luego subí el otro. Allí estaba, de pie sobre la silla,
con la espalda doblada y la mano agarrada al cristal de la ventana con firmeza.
Miré mis dedos; estaban blancos como la nieve. De refilón, me vi reflejado en
la ventana y me reí. ¿Y ese quién coño será?, pensé.
Me senté en la ventana con las piernas hacia fuera. Moví los
pies hacia delante y atrás, sin hacer caso a mi nariz, que parecía haberse
empezado a congelarse. Con el pie derecho, me saqué el zapato izquierdo y lo
dejé caer los 26 pisos hasta la calle. Me pareció gracioso, y me saqué el otro
zapato con el pie desnudo. De nuevo lo observé caer. Se me escapó un gruñido
divertido.
Estaba tranquilo, no temblaba. Pensé: si salto, el día de
mañana será igual que el día de hoy: negro, vacío. Eso me animó. Nadie me
echaría de menos. Nadie lloraría por mí. Quizás nadie preguntara. Volví los
ojos hacia el piso para ver qué estaban poniendo en la tele (era imprescindible
que lo supiera antes de morir), y mis ojos se toparon con algo.
En una alcayata en la pared había un llavero colgado. Desde
lejos no podía distinguir lo que era, pero aún así lo supe. Cuando me di
cuenta, estaba de pie junto a la alcayata y contemplaba el llavero con forma de
esfera de ojos burlones y las cuatro llaves. ¿Cuánto tiempo hacía que las
encontré en aquel paso de peatones? Podían ser meses. Una abría la mazmorra, otra el castillo, la
otra el ataúd y la otra el cerebro, recordé. Allí seguían los cartelitos,
ajados, y la maldita esfera. Cuando la encontré era azul, estaba seguro; pero
esa noche, en mi mano, el color era rojo intenso y la boca ya no sonreía. No
podía ser verdad, pero era verdad. Lo supe.
Apreté la esfera en la mano y suspiré. Cerré la ventana.
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