Por favor,
que todo el mundo guarde
por un momento
silencio.
Poesía, literatura, pintura, viajes, historia del arte, medicina, política... Un poco de todo y un poco de nada.
viernes, 9 de enero de 2015
domingo, 4 de enero de 2015
La balsa de la medusa (Guericault).
Hoy quiero hablaros de un cuadro que no es sólo un cuadro, sino también una historia terrible. En una de mis decenas de visitas al Louvre el año pasado, mis pasos me llevaron a él y me cautivó. Podría decir que fue mi cuadro favorito de todo el museo. Esta es la fantástica tela (click para verla más grande):
Se trata de un cuadro del francés Guericaul, pintado en 1819. Es una pintura imponente, uno de esos grandes formatos que tanto gustaban a los neoclásicos y románticos franceses, y no deja indiferente. Se trata de un cuadro de estilo romántico, como ya he dicho, y en sí mismo constituye una ruptura con la armonía que reinaba en las pinturas neoclásicas hasta aquel momento. La obra fue terriblemente polémica, tal y como el autor había previsto, y con ello se considera hoy día como uno de los gérmenes de la pintura romántica francesa.
A nivel técnico está ejecutada con una maestría deliciosa. Al mirarla con la vista desenfocada, lo que vemos es una pirámide que asienta su base en un mar enardecido. No hay punto de fuga ni simetría, sino ese mar de cuerpos que se amontonan agónicos sobre la precaria balsa. El cuadro es angustioso, sólo hay que fijarse en que el primer plano lo forman cuerpos muertos.
Bueno, ¿y de qué trata el cuadro? Como casi siempre, es un ejercicio interesante pensar qué nos evoca antes de comprobar que efectivamente se trata de eso. A mí, en un primer momento, me evocó un barco ajado siendo atacado por algún monstruo marino cuya ausencia en la imagen lo hacía incluso más terrorífico. Sin embargo, no se trata de eso: el cuadro narra el naufragio de la fragata francesa Méduse, que encalló frente a la costa de Mauritania el 5 de julio de 1816. Fue un episodio terrible que escaló hasta ser un escándalo mundial, y marcó un antes y un después en la historia naval de Francia. En aquel naufragio se sucedieron la traición más terrible, la locura, la muerte y hasta el canibalismo. El texto que sigue es un resumen de un blog de arqueología naval que aparece más abajo.
Se trata de un cuadro del francés Guericaul, pintado en 1819. Es una pintura imponente, uno de esos grandes formatos que tanto gustaban a los neoclásicos y románticos franceses, y no deja indiferente. Se trata de un cuadro de estilo romántico, como ya he dicho, y en sí mismo constituye una ruptura con la armonía que reinaba en las pinturas neoclásicas hasta aquel momento. La obra fue terriblemente polémica, tal y como el autor había previsto, y con ello se considera hoy día como uno de los gérmenes de la pintura romántica francesa.
A nivel técnico está ejecutada con una maestría deliciosa. Al mirarla con la vista desenfocada, lo que vemos es una pirámide que asienta su base en un mar enardecido. No hay punto de fuga ni simetría, sino ese mar de cuerpos que se amontonan agónicos sobre la precaria balsa. El cuadro es angustioso, sólo hay que fijarse en que el primer plano lo forman cuerpos muertos.
Bueno, ¿y de qué trata el cuadro? Como casi siempre, es un ejercicio interesante pensar qué nos evoca antes de comprobar que efectivamente se trata de eso. A mí, en un primer momento, me evocó un barco ajado siendo atacado por algún monstruo marino cuya ausencia en la imagen lo hacía incluso más terrorífico. Sin embargo, no se trata de eso: el cuadro narra el naufragio de la fragata francesa Méduse, que encalló frente a la costa de Mauritania el 5 de julio de 1816. Fue un episodio terrible que escaló hasta ser un escándalo mundial, y marcó un antes y un después en la historia naval de Francia. En aquel naufragio se sucedieron la traición más terrible, la locura, la muerte y hasta el canibalismo. El texto que sigue es un resumen de un blog de arqueología naval que aparece más abajo.
La fragata real Medusa había abandonado puerto francés el 17 de Junio de 1816 para navegar hasta San Luis en Senegal. Era considerada como uno de los navíos más modernos y rápidos de la marina Francesa. El objetivo era tomar posesión de la colonia de África, que Inglaterra había restituido a Francia. Para esta misión buscaron, como solía suceder por cuestión de protocolo, un barco flamante. A bordo se encontraban el nuevo gobernador de Senegal, junto a su familia, el personal administrativo que le acompañaría en su nueva misión y un batallón de infantería de marina; lo normal para una misión de protocolo de la época.
El capitán, un aristócrata llamado Hugues Du Roy de Chaumereys, fue nombrado al mando de la fragata por los borbones cuando sustituyeron a Napoléon, como recompensa a su fidelidad. La impericia del capitán fue uno de los factores determinantes en el naufragio; el señor Du Roy no tocaba madera de navío y salitre desde hacía años.
Se encontraban entre las islas Canarias y Cabo Verde. Al salir de Tenerife, el capitán de la nave decidió navegar a toda velocidad, dejando atrás a los barcos que lo acompañaban. La corbeta Echo le seguía a poca distancia, enviándoles señales luminosas de precaución. Fue en vano. A pesar de que el agua se iba poniendo cada vez más turbia, debido lógicamente a la cercanía del banco de arena, la nave de Du Roy seguía con su velocidad constante. Ante la situación, el alférez Maudet se horrorizó y se dispuso a sondear profundidad. También pidió disminuir la velocidad de la nave. Ante la pérdida de nudos, el capitán Du Roy decidió tomar el mando ostensiblemente. Y así, con seis brazas de profundidad, y metidos de lleno en el banco de arena, se escuchó desde el castillo de popa un ¡todo a derecha! del aristócrata. Y llegó lo inevitable. A consecuencia de los errores de navegación y la negligencia, la fragata encalló en el banco de Arquin (el cual se encontraba posicionado perfectamente en las cartas náuticas de la época). Y así, el barco naufragó un día de buena visibilidad y con la mar en calma.
La nave quedó entonces varada a merced de la fuerza de la mar y del viento. Tras el accidente, comenzaron a aligerar la nave, para permitir que el casco aflorase a superficie. Y lo consiguieron. Pero sucede que en esas aguas costeras del Sahara abiertas al Atlántico suele predominar una mar de fondo de Poniente. De manera que cuando la Medusa flotó en superficie, las grandes olas la empujaban hacia el levante. Estaban atrapados. La nave se adentró aún más en la extensión del banco de arena. Desde aquel momento, comenzó la tragedia.
En la cubierta de la Meduse se plegaron las velas, que hasta el momento se encontraba abiertas a todo trapo. Tras los intentos desesperados de desencallar, se produjo la entrada de las primeras aguas en las cubiertas de la fragata. Entró en tromba, rompiendo los remaches de hierro y dejando a la nave sin timón. Aquella situación alarmó a todos, aunque en realidad ya se encontraban sin retorno. Tras aquella situación, el capitán de la nave, ordenó el abandono de la misma. Ahora faltaba elegir quienes iban a poder salvarse.
Secretamente el capitán y sus oficiales eligieron a los privilegiados; a los soldados y a las personas con menos influencia les tocó la peor parte, como siempre suele ocurrir. En medio de una gran tensión se produjo el abandono de la nave: la marinería silbaba y abucheaba al capitán aristócrata cuando abandonó la nave. Por su responsabilidad habían embarrancado en aquel lugar, por su inconsciencia y por su mediocridad, y ahora veían como era el primero en abandonarla. No se limitó a esto la cobardía del capitán, sino que incluso cuando tuvo que testificar dijo que “los que se quedaron en la nave, lo hacían por el pillaje de la misma”.
En la huida, el coronel gobernador ocupó el batel, el capitán Chaumereys uno de los botes y sus oficiales el otro, junto a la falúa y la chalupa. Muchos de estos, aún se encontraban sin calafatear, debido a la nueva factura de la fragata. En esas condiciones apenas podrían llegar a la línea de costa, pero no tenían alternativa. La mayoría de los marineros y pasajeros y algunos soldados, así como casi todas las mujeres y niños, se acomodaron entre las cinco embarcaciones. Pero quedaron casi 150 personas sin espacio en los botes salvavidas. Para todos ellos, la única posibilidad de abandonar la nave estaba en una balsa enorme que un tripulante había construido de manera apresurada y urgente. Los flancos de la balsa eran los mástiles de la fragata ya difunta. Aquel improvisado salvavidas medía 20 metros de largo por 7 metros de ancho.
Así, se apresuraron 147 personas a entrar en la balsa. Les acompañaron 5 barricas de vino y 2 de agua. El sistema ideado era bien sencillo: los botes tirarían, penosamente unidos mediante cabos, de la improvisada balsa. Parecía factible, e incluso desde los botes se juró que no serían abandonados.
Al cabo de unas pocas horas se produjo la traición. Se soltaron, o alguien cortó los cabos que unían a los botes con la balsa, ya que era imposible gobernarla desde los botes.
El 7 de julio era domingo. Los náufragos, que en su mayoría eran soldados, pasaron el día primero abatidos, luego enfurecidos por el abandono. El testimonio de Savigny, era claro: "no podíamos creer que nos habían abandonado hasta que dejamos de ver los botes , y entonces caímos en una profunda desesperación”.
Para colmo de males, la mar estaba hasta ese momento serena, pero empezó a empeorar. A lo largo de la primera mañana, dos jóvenes y un panadero se suicidaron tirándose al mar. Después de doce días llenos de calamidades, avistaron el buque francés Argus en el horizonte, sólo para verle desaparecer en la lejanía justo después. Al amanecer del día trece bajo el sol de África Occidental, los reencontraron en alta mar.
Aquella balsa de la fragata Medusa estaba sembrada de muertos y moribundos. Los testigos de aquel rescate no pudieron olvidar nunca aquella visión. Embriagados por el vino (la única bebida que tenían) y enloquecidos por la desesperación, llevaron a escena un espectáculo dantesco. En los días en los que estuvieron a la deriva, se comieron hasta el cuero de los correajes, las bolsas de munición y las vainas de sus armas. Se comieron hasta sus sombreros. Apiñados en la balsa, de pie, fueron luchando unos contra otros. Y así fueron cayendo día tras día. En la balsa se desencadenó la lucha por la supervivencia; a empujones, o a machetazos. Los 147 náufragos disponían de una sola caja de galletas que se acabó en el primer día. La reserva de agua cayó la primera noche por la borda, quedando tan solo algunas barricas de vino para beber. Pero lo peor estaba por venir.
La pugna no se lidió por las galletas o el vino. La lucha por la supervivencia se dio para conseguir los mejores lugares, para no caer al agua. Al fin y al cabo, para sobrevivir; todos intentaban colocarse en el centro. Y en aquella locura diaria, al cabo de una semana no quedaban a bordo más de 28 supervivientes.Tras aquellos días de salvaje y despiadado sol, el cúlmen del horror sobrevino: amputaron los miembros a los cadáveres de sus compañeros de balsa, colgaron los trozos de carne humana en tiras para que se secaran al sol y pudieran ser más comestibles, bebieron su propia orina y lanzaron por la borda a los más débiles para conservar el poco vino que quedaba.
“Todos estaban gravemente heridos y habían perdido la razón - escribió después uno de los supervivientes - Tras una larga discusión, decidimos tirarlos al mar". Al cabo de dos días, los pasajeros de la balsa de la Medusa se vieron a completar la ración de vino con agua salada y orina, y al tercer día ya aparecieron casos de canibalismo. “Aquellos que habían conservado la vida se lanzaron avidamente sobre los cadáveres que cubrían la balsa. Los cortaron en trozos e incluso algunos los devoraron inmediatamente. Una gran parte de nosotros rechazó tocar aquel espantoso alimento, pero finalmente cedimos a una necesidad que es más fuerte que cualquier humanidad. Veíamos aquella horrible comida como un medio deporable y único de prolongar nuestra existencia."
A los trece días del naufragio, la balsa fue rescatada por la nave Argus (por pura suerte, ya que no hubo ningún intento de búsqueda de la balsa por parte de la marina francesa). Esta nave volvía para recuperar la caja de caudales y los restos de los cañones de la Méduse. Encontró a los supervivientes desquiciados, desnutridos y al borde de la muerte y la locura. Sobrevivieron diez hombres.
La pintura, casi fotográfica, es un documento valiosísimo de lo que allí sucedió, a pesar de que omite algunos detalles terribles como la carne hecha jirones colgada de los mástiles. Savigny aparece representado a la derecha del mástil, aún con su uniforme. De hecho, los mismos supervivientes posaron en el estudio para la realización del cuadro. Eugène Delacroix posó para el cuerpo que aparece tumbado boca abajo en la balsa.
Los cuerpos que aparecen muertos en el primer plano no salieron enteramente de la imaginación de Guéricault; los pidió a la morgue y los conservó en su estudio mientras trabajaba en la pintura. Los usó como modelos, tanto de la posición como del color de la piel; otro detalle que añade aún más oscuridad al cuadro. Otro detalle curioso y terrible reside en el tamaño de la nave salvadora, la Argos. Aparece representada como un punto muy distante en el horizonte, pareciendo casi que los supervivientes hacen señas a algo inexistente. Si observamos la vela de la balsa, nos damos cuenta de que el viento sopla en una dirección que no acerca precisamente la balsa al barco: hacia la izquierda, en sentido contrario al de la lectura; el viento sopla hacia la muerte.
Espero que os haya gustado este análisis y que estéis tan conmocionados como yo. ¡Pronto, más!
FUENTES:
http://abcblogs.abc.es/espejo-de-navegantes/2014/04/26/la-maldicion-de-la-medusa-el-naufragio-mas-terrible-de-la-francia/
http://es.wikipedia.org/wiki/La_balsa_de_la_Medusa
Manuela
Un pequeño relato que escribí hace mucho tiempo; pensaba que lo había publicado, pero no he conseguido encontrarlo. Aquí os lo dejo.
En la calle Sastrería se oye música todas las
tardes, entre las siete y las ocho. Los vecinos más longevos del lugar se miran,
cómplices, al pasar por las puertas del taller y sus hijos y nietos se encogen
de hombros, sin entender.
El número uno de la calle más céntrica del casco antiguo
de Cualquier Ciudad no era un portal solitario, ni una panadería, sino un local
enorme con la entrada ancha y luminosa partida en dos por una columna de
espejos. En sus buenos tiempos, claro. Ahora es una ancha abertura tapada con
tablones de madera carcomida por el tiempo y gruesos clavos, ya oxidados. Languidece
entre nuevos vecinos y calles que bullen
de turistas, pero que aún así, se burlan del tiempo.
Sobre aquel local, descansan a la intemperie tres
pisos, y sólo uno de ellos está habitado. Los otros dos lucen el método universal
de clausura: tablones en las ventanas y en las puertas. El primer piso es
pequeño y está muy pulcramente cuidado; allí sólo vive una pareja de ancianos
tímidos aunque muy solícitos, que cuidan de la escalera como si fuera suya.
Recuerdan cuando aquel inmueble lucía flores de mil colores en sus balcones e
intentan, al menos, que no se apague demasiado. Ella es muy pequeña y tiene el
cabello algodonoso. Él es alto y delgado, y lleva siempre unas pequeñas gafas
con forma de media luna sobre la nariz
Cuando en aquella ciudad los jóvenes aún llamaban de
usted a sus padres, sólo los más ricos y modernos podían tener televisión y los
hombres arrugaban la nariz con las ansias libertarias femeninas, cada vez más y
más tiendas florecían en el casco antiguo de Cualquier Ciudad. Entre ellas, la
más grande, luminosa y envidiada era
“Confecciones Manuela”. Un gran letrero de madera roja presidía un escaparate
muy ancho y luminoso, y una entrada simétrica que dejaba entrar toda la luz del
día a la tienda, separadas ambas por una columna de espejos. El local era una
tienda rectangular y profunda, organizada en tres pasillos de maniquíes que
lucían los últimos modelos de Paris, Londres e incluso Moscú. O eso decían sus
dueños.
Manuela era la señora de aquella calle. Una mujer
alta y hermosa, con el cabello negro como la noche y unos ojos verdes que
quitaban el hipo a todo el que se cruzaba en su camino. Iba del puerto a la
tienda con una enorme cesta de mimbre apoyada en la cadera y un vestido rojo de
lunares blancos. Decían en su calle que era la luz de las mañanas, alegre y
viva, joven y hermosa. Y fue a enamorarse de un hombre tranquilo, delgado y con
una sonrisa insegura de adolescente. Para los hombres del barrio, su marido José
no le llegaba ni a la suela del zapato, y para las mujeres, era el mejor hombre
que podía haber encontrado: la quería, la trataba como a una igual y no
meramente como a un objeto. Lo único que él sabía era que vivía para ella, y
ella para él.
Confecciones Manuela crecía y crecía, y sus modelos
montados en maniquíes de color caoba se fueron haciendo famosos. Mujeres de
toda la ciudad se acercaban a veces a la tienda, aunque no compraban demasiado;
más bien les gustaba probarse los vestidos más originales y extraños, coloridos
y distintos. Aunque no pudieran ni quisieran llevárselos a casa, verse en ellos
las hacía sentir como si viajasen a lugares y tiempos remotos.
Confecciones Manuela crecía despacio y con paso
firme; Manuela y José no ganaban como para pensar en un local más céntrico, o
quizás en viajar a ciudades más grandes y brillantes, a los lugares exóticos de
los cuales venían sus diseños. Sin embargo, la tienda se mantenía, y a veces
sus dueños podían permitirse algún capricho.
José era un hombre callado, eso lo sabían todos los
que habían pisado alguna vez Confecciones Manuela, pero Manuela era la otra
cara de la moneda. Cada vez que alguien ponía un pie en su tienda, Manuela
saludaba educadamente y, en dos o tres segundos, el cliente estaba envuelto por
un aura de alegría y movimiento; Manuela llevaba y traía vestidos por la
tienda, de miles de colores y tallas, buscaba el mejor modelo y el más
favorecedor.
Manuela y José eran tal para cual, siempre tan
distintos que se unían como piezas de puzle. Quizás, dicen las malas lenguas,
esa era la razón de que la calle Sastrería comenzara a bullir de envidia. Los
hombres lanzaban inmundicias y confabulaciones sobre Manuela con la sola
pretensión de que llegaran a oídos de su marido José y le hicieran abandonarla;
las mujeres murmuraban a las espaldas de aquel hombre taciturno, e incluso
instaban a la propia Manuela a abandonarlo. Todas aquellas mentiras sobre la
pareja fueron creciendo y creciendo, pero el amor que Manuela y José sentían el
uno por el otro era demasiado grande como para plantearse la certeza de
aquello. Si se hubieran fiado de las habladurías, es decir, si éstas hubieses
sido ciertas, ambos habrían merecido la eterna condena, la tortura del
infierno.
Sin embargo, pasaban los meses y nada movía los
cimientos de aquel idílico matrimonio. Durante un verano, incluso, Confecciones
Manuela recibió la inesperada visita de una princesa europea que estaba de
vacaciones en la ciudad. Como luego contarían, la mujer era una ricachona
pomposa y estirada que, al final, sólo compró un pequeño chal azul.
Al final, el gran castillo de naipes fue derrumbado
por una mano inclemente. Como después dirían las malas lenguas, era todo demasiado
bonito como para ser verdad. Una mañana, José se levantó temprano y besó a
Manuela en la mejilla. Se puso un abrigo largo y su sombrero, y salió sin
apenas hacer ruido. Se encaminó con paso tranquilo hacia el centro de la
ciudad, al almacén de telas de su proveedor. Cuando llegó, el almacén acababa
de abrir; aún flotaba en el aire el olor a ropa nueva, a tela sin usar, que
llenaba el aire de aquel almacén; no siempre era un olor agradable.
José entró en el almacén y habló durante un rato con
el director; en ese tiempo, lo notó taciturno e huidizo. Firmó un contrato por
cincuenta metros de seda de varios colores, a entregar dos semanas después, y
salió del almacén con el sombrero en la mano, apretándolo compulsivamente;
tenía un mal presentimiento, algo no iba del todo bien.
De forma inconsciente, José comenzó a andar hacia la
tienda con paso más bien rápido, sintiendo cada vez más fuerte una presión en
el pecho. Cuando alcanzó la gran puerta de “Confecciones Manuela”, no habiendo
sido capaz de pensar en nada durante el camino, sintió un súbito peso en el
estómago. Los vecinos de los pisos superiores, los de las casas de alrededor e
incluso los dueños de la pastelería de la esquina estaban al fondo de la
tienda, amontonados. Una mujer gritaba.
José se abrió paso a codazos entre la multitud hasta
donde estaba el mostrador de la tienda. Sobre el cristal había sangre, y en el
suelo, un bulto alargado cubierto con una sábana azul. José se desmayó en ese
justo momento, y fue llevado al hospital en la misma ambulancia en la que
transportaron a su mujer muerta. Cuando se despertó, le dijeron que se había
golpeado en la cabeza, aunque ya estaba en condiciones de ser dado de alta.
José no preguntó por Manuela; le pareció innecesario.
Enterró a su mujer, asesinada por un antiguo amante
militar que había decidido impartir un poco de su particular justicia en el
mundo, sin ceremonias ni fiestas. Cuando acabó el entierro, José se miró en el
espejo y vio a un hombre diez años mayor, con profundas ojeras y una fina línea
a modo de boca, una boca que juró no volver a abrir.
El mismo día del entierro, cerró la tienda sin tocar
nada. Aún flotaba en el aire el olor del perfume de Manuela cuando José terminó
de colocar el último tablón en la puerta. Se sentó en el centro de la tienda,
junto a un maniquí de caoba algo desgastado y vestido con un traje de chaqueta
rojo. Alzó los ojos hacia el maniquí, y vio el rostro estilizado y bellísimo de
Manuela en él, un rostro sonriente de añoranza y a la vez acusador; el rostro
de un fantasma.
José se incorporó en ese momento y salió de la tienda
penumbrosa por la puerta trasera, que llevaba al edificio superior, donde
estaba el pequeño piso en el que vivían. Si el piso le había parecido siempre
algo pequeño, aunque acogedor, ahora creyó encontrarse en medio de la enorme
nada. Bajó los ojos, se sentó en su escritorio y garrapateó seis líneas en una
cuartilla amarillenta. Las firmó y las introdujo por debajo de la puerta de sus
vecinos de enfrente; sabía que los ancianos no le negarían su ayuda. Entonces,
metió todos sus libros en una gran caja de madera y los bajó a la tienda. Cerró
la puerta, besó el pomo en el que Manuela había puesto tantas veces sus manos y
se juró no volver a abrirla nunca más.
Así fue como José decidió guardar su particular luto
a Manuela. Sobrevivió gracias a la comida que sus vecinos le bajaban
diariamente, usaba el pequeño aseo para clientes que había en la tienda y
dormía arrebujado en un rincón, acomodado sobre unas sábanas y vestidos que
había amontonado.
Hoy, la ciudad ha cambiado y las gentes, también. Sin
embargo, parece que la calle Sastrería ha sobrevivido a los cambios; se oye
música entre las siete y las ocho, y sólo los más longevos del lugar saben que
tras esos tablones ha encanecido José con la sola compañía de los maniquíes de
caoba y el recuerdo de Manuela.
viernes, 2 de enero de 2015
Como siempre (sí, he vuelto)
I
Arrastraba los pies por el asfalto, como siempre, mientras
los pantalones me golpeaban los gemelos, enardecidos por el viento, como
siempre, de camino al trabajo, como siempre, en un día normal y corriente, como
siempre. El cielo estaba limpio esa mañana; parecía tener una coartada sólida.
Se cruzó en mi camino el señor Morris, como siempre, con su sonrisa de colchón
de viscolátex y su barra de pan humeante bajo el brazo; todas las mañanas me
imaginaba que, debajo de aquel brazo, debía de tener una quemadura enorme, de
piel cetrina y seca. Tras él corría su perro Danny, absurdo y feliz, como
siempre. Unos metros más allá pasó Emily, haciendo footing, las piernas
torneadas embutidas debajo de un maillot increíblemente artificial, la breve
camiseta empapada de un sudor surrealista, la coleta castaña dando latigazos en
su nuca bronceada; como siempre, me sonrió con picardía. Todas las mañanas me
imaginaba que le escupía en esa cara de super - woman autosuficiente. Justo
antes de doblar la esquina, pasó frente a mí la prole de los Harris, esos
cuatro chavales rubios y prácticamente fotocopiados de voces agudas y mochilas
enormes. Me saludaron con la mano, les dediqué una sonrisa y crucé la calle
tras ellos. Como siempre.
En medio del paso de peatones había algo en el suelo, algo
que nunca había estado allí. Un manojo de llaves yacía sin dueño; me agaché a
recogerlo y algo me llamó la atención. No contenía más que cuatro llaves y un
llavero esférico, pero... La primera llave era cuadrada, plateada, pero tenía
una diminuta etiqueta hecha con un trozo de papel y algo de cinta adhesiva en
la que se podía leer, escrito con caligrafía diminuta y angulosa,
"mazmorra". Las otras tres llaves, anodinas en su forma, llevaban sendos
cartelitos según los cuales una de ellas abría el "castillo", otra el
"ataúd" y la última y más sorprendente, el "cerebro". El
llavero tampoco me dejó indiferente: era una esfera azul de algún material
duro, con unos ojos saltones que me miraban en relieve y una boca sonriente.
II
Llegué a casa tarde, pasadas las diez. El viaje en metro me
había agotado y estaba de mal humor, como todos los miércoles. Me dí cuenta de
que todo el mundo solía odiar los lunes, pero yo no. A mí los lunes me sacaban
del tedio de los fines de semana; pero los miércoles eran sibilinos,
maleducados, eran la antesala del nuevo aburrimiento semanal.
Me dejé caer en el sofá con la chaqueta arrugada en la
espalda y la corbata desparramada sobre la incipiente barriga. Solté el maletín
a mi lado. Me dí cuenta de que tenía un enorme y grosero lamparón en la camisa
desgastada. Qué importa, pensé.
Alargué el brazo hacia el mando de la televisión, un aparato
modesto de pantalla plana (porque ¿quién no tiene una TV de pantalla plana hoy
en día? Hay que ser fracasado...), y lo encendí. Apareció una mujer preciosa,
surrealista, envuelta en un vestido dorado y destelleante. Parecía un ángel.
Entrecerré los ojos ante la luz súbita, y me di cuenta de que se trataba de uno
de esos asquerosos anuncios de perfumes en los que el amor, el éxito, el
glamour, el dinero y la felicidad parecen contenidos en una agradable botellita
de 100 mililitros. El siguiente anuncio también era de perfumes (esta vez, la
botellita contenía la eterna juventud), y el siguiente, de bombones Ferrero.
- ¿Pero qué cojones pasa hoy con la tele? - dije en voz
alta.
- Ah, joder, es verdad, es que es Navidad - me dije a mí
mismo.
Miré a mi alrededor, a mi estúpido piso de 40 metros
cuadrados, oscuro y sucio, mal decorado, medio vacío y a la vez demasiado lleno, sin libros, sin
películas, sin ni siquiera una guitarra en el rincón o un triste caballete con
un óleo a medio pintar. Sólo una cama deshecha, una mesa de plástico con mi
portátil abierto sobre ella, un váter y una ducha escondidos detrás de un
biombo y una cocina maloliente y cubierta de polvo. El póster de Pink Floyd
sobre la cama me pareció una burla.
Anduve hacia la única ventana del piso con los zapatos
desatados y arrastrando los pies. Afuera, el piso 26 del edificio de enfrente
estaba a oscuras. Me sentí solo.
Abrí la ventana y un frío glaciar me golpeó la cara. De
repente, sin saber muy bien cómo ni por qué, me encontré andando hacia la mesa
y cogiendo una de las sillas. La coloqué bajo el quicio de la ventana y subí un
pie, firme, decidido. Luego subí el otro. Allí estaba, de pie sobre la silla,
con la espalda doblada y la mano agarrada al cristal de la ventana con firmeza.
Miré mis dedos; estaban blancos como la nieve. De refilón, me vi reflejado en
la ventana y me reí. ¿Y ese quién coño será?, pensé.
Me senté en la ventana con las piernas hacia fuera. Moví los
pies hacia delante y atrás, sin hacer caso a mi nariz, que parecía haberse
empezado a congelarse. Con el pie derecho, me saqué el zapato izquierdo y lo
dejé caer los 26 pisos hasta la calle. Me pareció gracioso, y me saqué el otro
zapato con el pie desnudo. De nuevo lo observé caer. Se me escapó un gruñido
divertido.
Estaba tranquilo, no temblaba. Pensé: si salto, el día de
mañana será igual que el día de hoy: negro, vacío. Eso me animó. Nadie me
echaría de menos. Nadie lloraría por mí. Quizás nadie preguntara. Volví los
ojos hacia el piso para ver qué estaban poniendo en la tele (era imprescindible
que lo supiera antes de morir), y mis ojos se toparon con algo.
En una alcayata en la pared había un llavero colgado. Desde
lejos no podía distinguir lo que era, pero aún así lo supe. Cuando me di
cuenta, estaba de pie junto a la alcayata y contemplaba el llavero con forma de
esfera de ojos burlones y las cuatro llaves. ¿Cuánto tiempo hacía que las
encontré en aquel paso de peatones? Podían ser meses. Una abría la mazmorra, otra el castillo, la
otra el ataúd y la otra el cerebro, recordé. Allí seguían los cartelitos,
ajados, y la maldita esfera. Cuando la encontré era azul, estaba seguro; pero
esa noche, en mi mano, el color era rojo intenso y la boca ya no sonreía. No
podía ser verdad, pero era verdad. Lo supe.
Apreté la esfera en la mano y suspiré. Cerré la ventana.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)