Ella siempre había sido una persona (eso estaba claro) que soñaba. Soñaba, y mucho. A veces se planteaba si era patológica, su forma de soñar. Demasiado, demasiadas veces al día, tanto dormida como despierta, soñaba cuando tendría que estar haciendo otras cosas y cuando tenía que estar soñando.
Soñaba con volar. Ella era un ángel de piel nívea, con unas alas blancas y azules que eclipsaban el sol, y las abría, y volaba, planeaba despacio desde su trono en la cumbre hasta una cama redonda y blanca en la que un ángel la esperaba semidesnudo, o desnuda.
Soñaba con ser una cantante de rock, bohemia y deprimida, alcoholizada y puesta de drogas, joven aunque hastiada de vivir, cansada, sólo capaz de reír y ser el alma de las fiestas con anfetas corriendo por sus venas. Soñaba con follar con dos de cada tres fans que se lo pidieran, pero sin amor. Soñaba que follaba en silencio, sin moverse, sin gemir.
Soñaba con él. Mucho, quizás demasiado. Soñaba que llamaba a su puerta, despacio. Se veía a sí misma hermosa, nerviosa e inocente, se inspiraba a sí misma sentimientos de protección. Se veía, entonces, llamando a su puerta. Soñaba que él le abría sin camiseta, sonriente y cálido. Soñaba que le echaba huevos y se declaraba, que él sonreía y bajaba los ojos, y tras eso iba hacia ella y la besaba, agarrándole la barbilla y acariciándole el culo (milagrosamente respingón y perfecto), y le decía que él también la amaba, que era perfecta y que la haría su princesa. Y luego follaban, pero ella esta vez sí que gemía y sonreía, y arañaba la espalda torneada y perfecta de él, y le susurraba guarradas al oído, y gemía. Gemía.
Soñaba con ser una médico de prestigio, o sin prestigio, pero una médico útil. Soñaba que descubría la vacuna contra el sida, y la cura contra el cáncer, y contra el Párkinson, y contra el Alzheimer, y contra la ELA, y contra todo. Y ayudaba a personas, gente que nunca sabría su nombre (igual que ella no sabía el nombre del que descubrió el Ibuprofeno), pero que se sentirían mejor gracias a ella. También soñaba con trabajar en África, la India o Haití, o el Bronx, echando una mano callosa a niños rodeados de moscas con el vientre hinchado, llevándose como todo pago la sonrisa temblorosa e imperecedera de agradecimiento de una madre adolescente apaleada por el hijo de puta de Dios.
Soñaba que vivía en París, llevaba una boina roja y una gabardina negra, y paseaba por las calles del Quartier Latin con su guitarra a la espalda y su cuaderno en el bolso, comiéndose un puñado de frambuesas y sonriendo. Soñaba que un francés alto y rubio, de ojos grises y mirada tímida, se cruzaba con ella y le sonreía. Volvían a encontrarse en el metro, y se lanzaban una mirada que decía muchas cosas. Ella comía frambuesas, siempre, o moras. A veces comía fresas, pero eran las menos. Se sentaba en las escaleras de Nôtre Dame y escribía poemas neblinosos. A veces dibujaba, y siempre se cruzaba con el chico alto de mirada tímida.
Soñaba que estaba enferma, pálida, que no comía porque sentía asco de su cuerpo. Se miraba en el espejo y se contaba las costillas, primero de arriba a abajo y luego de abajo a arriba, luego se marcaba el contorno de las cadenas con rotulador y lloraba. Se hacía cortes en el abdomen y en los muslos, con una de esas cuchillas que se usan para raspar las gotas de pintura del suelo. Soñaba que ayunaba durante días, que pesaba veinte kilos y que era ligera como una pluma. Este sueño le daba miedo especialmente, porque a veces se encontraba a sí misma mirándose en el espejo con ganas de gritar, muchas ganas de gritar.
Soñaba que se moría. Soñaba que iba andando por la calle, distraída, y un autobús urbano la atropellaba. Veía aplastarse su cabeza contra el asfalto, romperse sus huesos craneales y hundirse atravesando su corteza cerebral hasta los ganglios basales. Veía, a través de su abdomen, cómo su bazo reventaba por el golpe y llenaba su cavidad peritoneal de sangre oscura. Veía como el hígado quedaba desgarrado, y cómo una costilla rota pinchaba su estómago como si de un globo se tratase. Luego había un vacío, un enfermero que negaba con la cabeza mientras apoyaba los dedos índice y corazón en su cuello, un agujero negro en el tiempo y después todo el mundo lloraba su muerte. Su madre, sentada junto al ataúd, miraba al infinito con expresión ausente y unas bolsas en los ojos que daban miedo. Sólo estaba ella. Al fondo, sus amigos estaban haciendo una piña y se miraban con gravedad. Ninguno lloraba, sólo se rompían por dentro. El rigor mortis se extendía, y le resultaba placentero, como el entumecimiento matutino que sentía en las piernas después de ocho o nueve horas de sueño reparador.
Rigor mortis, ésa era la expresión. ¿O era facies hipocrática?. Ni hablar, rigor mortis.
Soñaba muchas cosas, y quería muchas cosas, pero no siempre obtenía lo que quería.
Pufffffff y después dices de mi relato de terror...
ResponderEliminarNo se ke decir, me encanta, ya lo he leído un par de veces, y me kedo con ganas de leerlo una tercera :)
ResponderEliminarPrecioso Lina, me ha encantado. :)
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