Todos los caminos que tomamos se cerraban.
La obviedad, la rutina, el tedio, la predecibilidad, el hastío, el asco, los complejos, lo simple, lo complicado, pero sobre todo lo obvio, le da un portazo en la cara y le rompe la nariz. Sangre, otra vez. Maldito cartílago nasal blando y lábil. Se lleva la mano al aro y se lo arranca. Mamá, me han vuelto a pegar en el colegio, dice cuando vuelve a casa. Pero mamá no está, vive en otra ciudad.
Mamá no está, sólo la ve los fines de semana. Fines de semana, claro. Se limpia la sangre de la nariz y recuerda aquel poema que escribió sobre la anatomía. Le gusta releerlo a veces, cuando necesita no pensar, y le sirve bien. Ese poema es como un ejercicio de yoga que aprendió aquel verano que le dió por hacer yoga; el ejercicio consiste en tumbarse en el suelo, sobre una estera, y cerrar los ojos. Con los talones pegados al suelo y las palmas abiertas hacia abajo, relajando el cuerpo, lo que hay que hacer es empezar de arriba a abajo repasando cada parte del cuerpo, intentando sentir cada centímetro cuadrado de piel, pelo, cada músculo y cada apéndice. La primera (y única) vez que lo hizo, se le fueron veinte minutos sin apenas darse cuenta.
Parece que ya no sangra, pero le va a quedar una fea cicatriz. Otra más, ¿qué importa?. Otra más que acompaña la pequeña bolita de su labio inferior, fruto de un piercing que ella adoraba, pero el piercing no sentía lo mismo. Acompaña las múltiples marcas que aquel accidente de tráfico le dejó, el bosque de estrías que le adorna el vientre, esa pequeña i griega que le decora la barbilla, los restos del acné, las dos pelotitas de sus manos que atestiguan que nación con seis dedos y cayó en manos de un cirujano incompetente, y tantas otras. No importa una cicatriz más.
Se sienta a estudiar y una gota de sangre redonda, perfecta, le gotea en medio de esos horribles apuntes de historia de la medicina. Vesalio y la atención médica en Gran Bretaña. Las corrientes de la patología en el siglo XIX y la trepanación como recurso terapéutico en el paleolítico.
Se levanta y come algo. No quiere seguir, se dice a sí misma. No, hoy no. Coge el cuaderno y presiente que va a escribir algo de valor. El presentimiento se va tan pronto como termina de escribirlo, arranca la hoja y la deja sobre la mesa. La mira, y se ríe. Vaya mierda. Deliberadamente, sopla fuerte por la nariz para romper la costra de sangre coagulada y deja que un reguero de sangre negra y caliente bañe el pésimo poema.
Siente que jamás volverá a escribir nada bueno, nada como aquellos cinco o seis poemas que escribió en un pasado demasiado lejano, aquellas líneas que siente ajenas. Aquello no lleva su firma, se ha limitado a robárselos a un autor apócrifo y desconocido. Un hombre o mujer que languidece en un bar mugriento, bebiendo absenta de mala calidad en vasos de fondo grueso. Un autor sin inquietudes, que escribe cuando el alcohol está demasiado concentrado en su sangre y por las mañanas se siente morir, que duerme acompañado en ocasiones contadas y siempre con muchachas inconscientes que han leído, por casualidad, alguno de sus ebrios y deprimentes poemas. Ese autor podría ser Baudelaire, Verlaine o Rimbaud, o cualquier otro desgraciado caído en las manos de la locura. Quizás Poe.
Piensa que ojalá ella fuera Poe, o Baudelaire. Arruga el papel ensangrentado y lo quema en la chimenea, junto con la pluma que no tiene y con la que no escribe. Tantos deseos y tantas narices rotas por una bofetada de obviedad.
Se sentó y sintió con fuerza, con desoladora intensidad, que jamás volvería a escribir nada de valor. No le importó.
quam minimum credula postero
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