[...]¿Es preciso que sea así, que todo lo que constituye la felicidad del hombre se convierta en fuente de sus desdichas? Este sentimiento pleno y cálido de mi corazón ante la naturaleza animada que me inundaba con un torrente de placeres y que convertía el mundo en un paraíso, se ha vuelto ahora en un insoportable verdugo, un espíritu torturador que me persigue por doquier. Cuando en otro tiempo contemplaba desde el peñón el fértil valle que se extiende más allá del río hasta las colinas y veía cómo todo germinaba y brotaba en torno mío; cuando veía aquellas montañas revestidas desde el pie hasta la cumbre de altos y frondosos árboles, aquellos valles con sus variados recodos sombreados por amenos bosques y el manso río deslizarse entre las susurrantes espadañas, espejo de las graciosas nubes que la dulce brisa vespertina mecía en lo alto; cuando oía después a mi alrededor a los pajarillos animando el bosque y a los millones de enjambres de mosquitos, danzando animados al último rayo púrpura de sol, cuya última enternecedora mirada rescataba de entre las hierbas al susurrante moscardón, cuando el zumbido y bullicio de mi entorno atraían mi mirada hacia el suelo, y el musgo que arranca su aliento a la dura roca y la retama que crece en la ladera de la árida colina me revelaba la íntima, ardiente, sagrada vida de la naturaleza: cómo encerraba todo esto en mi ardiente corazón, cómo me sentía divinizado en esta desbordante plenitud y cómo las espléndidas formas de un mundo infinito se animaban y agitaban plenamente en mi alma. Montañas gigantescas me rodeaban, ante mí abríanse precipicios, y arroyos torrenciales se despeñaban por las laderas, a mis plantas fluían los ríos y el bosque y la montaña retumbaban; y yo veía todas esas fuerzas inescrutables actuando y engendrando en recíproca unión en las profundidades de la tierra, y sobre la tierra y bajo el cielo hormigueaban especies de toda diversidad de criaturas. ¡Todo, todo poblado de millares de formas; y los hombres recogidos sobre seguro en sus casitas, anidando en ellas e imaginándose reinar sobre este amplio universo! ¡Pobre insensato, que estimas en tan poco todo esto porque tan insignificante eres tú...! Desde la inaccesible montaña por el desértico erial que jamás hollara pie humano, hasta los confines del desconocido océano alienta el espíritu del Eterno Hacedor y se complace en cada partícula de polvo que lo siente y vive... ¡Ah!, cuántas veces entonces deseé tener las alas de la grulla que cruzaba volando sobre mi cabeza hacia las orillas del mar inconmensurable, para beber del espumoso cáliz del Infinito la embriagadora delicia de la vida y sentir, siquiera por un instante en la limitada fuerza de mi pecho, una gota de la felicidad de ese Ser que todo lo crea en sí y por sí mismo. [...]
Aventuras y desventuras del joven Werther - Johann Wolfgang von Goethe
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